Un viaje es una forma muy amena y dulce de salirnos de nuestra zona de confort. O sea, nos vamos a desestructurar un poquito, pero porque así lo elegimos y sólo será unos días o un tiempo, con lo cual no necesariamente cambiará todas nuestras rutinas.

Claro está, estoy haciendo referencia a quienes eligen viajar y disfrutan de ello. Conozco a gente a la que no le interesa y está bien. Pero para aquellos a quienes les gusta esta experiencia, incluso un viaje no elegido, como un viaje de trabajo o un viaje formativo, también será aprovechable.

Entonces, ¿qué es lo nutritivo? Cuando dejamos de ver un viaje como unas vacaciones y comenzamos a verlo como una instancia de contacto, intercambio y aprendizaje, resulta que toda la experiencia es poderosísima. En el momento en que experimentamos una comida diferente, una forma de vida diferente, o intentamos comunicarnos en otro idioma o por lo menos con señas, aunque no parezca, estamos abriendo y desafiando nuestra mente y nuestras propias costumbres y rutinas.

Otra cosa que sucede es que normalmente nos encontramos más relajados (digo normalmente porque a veces no logramos descomprimir nuestras tensiones ni siquiera en vacaciones), y eso abre la puerta a ser mucho más tolerantes con las otras personas o con las situaciones que nos toca vivir en un viaje. De esa manera, tener que esperar una fila para acceder a un atractivo no se parece en nada a lo que en la vida diaria nos representaría quedarnos en un embotellamiento de tránsito.

Un viaje es una forma muy amena y dulce de salirnos de nuestra zona de confort

Creo que el corolario de todo esto se lo lleva el intercambio que podamos hacer con las personas del lugar. Si cada vez que vamos a un lugar diferente, hablamos con quienes nos reciben en un tour, en el hotel, en la calle, en un negocio, vamos a conectar con un concepto de respeto diferente del que conocemos.

A modo anecdótico, cuento dos situaciones que viví y que aún las recuerdo como un gran aprendizaje:

En el primer caso, yo estaba en Nazca, Perú. No se parecía en nada al entorno del que yo venía y era mi primer viaje en solitario fuera de mi país. Yo veía mucha pobreza, pero también mucho esfuerzo. En charla con una señora que atendía un comercio, ella me comentaba lo mucho que habían crecido como pueblo en el último tiempo y que ella estaba agradecida por ello y orgullosa de pertenecer a aquella comunidad. Su agradecimiento impactó para siempre en mi forma de mirar el mundo.

En el segundo caso, yo estaba en París. Aquí me sucedió lo contrario que en Nazca. Me sentía pequeñísima ante la inmensidad de la ciudad y del número de personas. Pero, a la vez, mirar hacia mi alrededor y ver tan enorme variedad de rasgos físicos o de tipos de vestimenta, me hizo como nunca sentirme parte de este mundo, de una manera tal que las fronteras pasaron a representar un mero trámite de aduana.

Como dije al comienzo, un viaje tiene el potencial de ser mucho más que un descanso o un momento de trabajo (o lo que fuere el motivo del viaje). Se trata de una instancia que, si la sabemos aprovechar, va a devenir en una expansión de nuestra mente y una dulce práctica de experimentar algo diferente, que luego puede utilizarse en nuestra vida diaria.

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