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La crisis venezolana va para tres décadas largas, y el gobierno actual es apenas el epílogo multiplicado de un estruendoso fracaso de una élite político-partidista, empresarial y social que perdió el rumbo y se lo hizo perder al país
La crisis venezolana va para tres décadas largas, y el gobierno actual es apenas el epílogo multiplicado de un estruendoso fracaso de una élite político-partidista, empresarial y social que perdió el rumbo y se lo hizo perder al país. Su ideología no fue otra que la riqueza fácil, sin importar cómo se obtenía, y el cortoplacismo oportunista; por allí se nos coló la corrupción generalizada y la fragilidad moral de nuestras conductas.
La sociedad, en su conjunto, se banalizó y envileció, el consumismo nos devora, sin dejar de ser un fenómeno universal y el miedo y la desesperanza terminó identificando a una mayoría venezolana. Lo del país feliz que, según dicen las encuestas, es una característica nacional dominante, si lo analizamos en el fondo es una gran mentira, pues estamos confundiendo felicidad con contentamiento.
Se puede ser infeliz y estar contento, especialmente si media un “bonche”, una botella y, por qué no, algún tipo de droga o alienación. De tanto contentamiento terminamos destruyendo el país, la irresponsabilidad y la venalidad se convirtieron en marca común, especialmente a nivel de la administración pública, y los malos gobiernos han sido presididos por la ignorancia y la incapacidad, particularmente emblemático al respecto es el gobierno de turno ahogado en palabrería y dinero.
La crisis venezolana va para tres décadas largas, y el gobierno actual es apenas el epílogo multiplicado de un estruendoso fracaso
Afortunadamente vivimos una coyuntura electoral con grandes posibilidades de cambio, siempre y cuando asumamos nuestras responsabilidades, particularmente los no comprometidos. Cada sector político tiene sus adherentes y por los momentos lucen equilibrados en número de votos tanto la oposición como el oficialismo. Se calcula el universo electoral de cada sector en 6 millones de votos cada uno, quedando por fuera 7 millones de votantes que deciden, y estos son los que deben reflexionar sobre cómo ayudar a empezar a cambiar las cosas, y lo primero es el cambio político y de gobierno.
El no votar o la abstención es una opción razonable cuando responde a una convicción ideológica o posición política, pero es inaceptable cuando se basa en la comodidad o en la irresponsabilidad. Sabemos que la democracia es imperfecta, siempre lo es, y que reducirla al sufragio es un reduccionismo peligroso, pero en las actuales circunstancias votar y hacerlo por la oposición casi se ha convertido en un deber nacional.
Ángel Lombardi
http://angellombardi.com