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Los cuatro sabios arrepentidos del doble crimen Hiroshima-Nagasaki no pudieron hacer nada para evitarlo

11/05/2017 03:20 0 Comentarios Lectura: ( palabras)

La humanidad salió de la Segunda Guerra Mundial en 1945, una de las más sangrientas de la historia y entró en la era de la paz nuclear. El hombre había probado la manzana prohibida.Este reportaje sigue de cerca a los cinco personajes que fabricaron el horror nuclear hace 72 años. Es una historia, sa

En 1942, en el mayor de los secretos, los mejores físicos del mundo se reunieron en  Estados Unidos para fabricar la bomba atómica. Su obsesión: que los nazis iban en cabeza en la carrera por la posesión de esta arma tan horrorosa como desconocida. Allí nació el “Proyecto Manhattan”, una colaboración única entre sabios, militares y políticos que terminó con la aniquilación de Hiroshima y Nagasaki. Hitler también quería la bomba y otro Premio Nobel alemán Werner Heiseberg, estaba a la cabeza. Un  Nobel contra otro. Eso no exacto, Einstein sólo escribió una carta Roosevelt sobre la posibilidad de que Hitler la consiguiera, no que él fuera capaz de guiar a nadie por ese camino. Stalin sabía algo de la primera prueba realizada por los sabios norteamericanos en Alamogordo, pero fingía no estar interesado. En Japón había los belicistas y los pacifistas que querían poner fin a la guerra. No existían conversaciones porque Tokio no tenía oportunidad de hablar con Washington porque con los bombarderos norteamericanos habían convertido la ciudad en ruinas, con bombas de azufre y las comunicaciones  estaban cortadas y la rendición del Imperio dependía del convencimiento de muchos, no solo del Emperador Hiro Hito y sus príncipes. Este reportaje sigue de cerca a los cinco personajes que fabricaron el horror nuclear hace 72 años. Es una historia, sacada del olvido con que se la ha tenido, y se ha publicado sólo el horror final. Así empezó todo. 

“Acabo de ver lo que el último hombre verá en el último milisegundo de su existencia”. Así se expresó George Kistiakowsky, uno de los físicos norteamericanos, en el amanecer del 16 de julio de 1945. ¿Pero qué es lo que vio? “Un relámpago tan cegador como cien soles, una bola de fuego que hinchó y abrazó un inmenso hongo que se fue elevando en la atmósfera”. La primera bomba atómica acababa de explotar en el desierto de Alamogordo como prueba. 

El suceso tuvo lugar a las 5.30 del amanecer en Alamogordo, en un desierto árido de Nuevo México, al que los españoles habían dado, en el siglo XVIII, el nombre premonitorio de “La Jornada del Muerto”. En cuestión de segundos, la humanidad entraba en una era nueva, la nuclear. 

George Kistiakowsky no estaba solo en Alamogordo. Estaba rodeado de los científicos que al precio de un esfuerzo titánico habían logrado dominar una energía fabulosa, escondida desde el principio de los tiempos en las células atómicas: la energía nuclear, millones de veces más concentrada que la energía química de los explosivos tradicionales. La bomba de Alamogordo bautizada con “Trinity Gadget” (Artefacto de la Trinidad), con una potencia de 20 kilotones, tenía el poder de 20.000 toneladas de TNT. 

En el origen de esta realización los esfuerzos desplegados por un desconocido y olvidado hoy: Leo Szilard, nacido en Budapest en 1898, miembro de la “comunidad de sabios de Oxford”. El realizó por primera vez la reacción de los Rayos Gamma sobre berilio para la producción de algo desconocido, los neutrones. Sin él Fermi no hubiera podido utilizar neutrones “lentos” para la desintegración del átomo. 

Leo Szilard, consciente de la inminencia de la segunda guerra mundial viajó de Oxford a los Estados Unidos, para convencer a las altas esferas de que Hitler estaba muy adelantado en la fabricación de la bomba, cosa que en la Inglaterra de Chamberlain apenas interesaba. A  Szilard se le ocurrió buscar en Norteamérica a Albert Einstein, su amigo y colega, cuya explicación sobre el movimiento browniano confirmaba la posibilidad de una conflagración nuclear. ¿Pero cómo encontrar a Einstein en una universidad norteamericana? ¿Cómo convencer a un hombre tan pacifista? En el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton le  informaron que Einstein pasaba el verano en el bungaló del Dr. Groove, en Long Island, cerca de Nueva York, cuando tras dos días de tentativas inútiles el sabio húngaro volvía desalentado hacia su hotel, estuvo a punto de ser arrollado por un melenudo en bicicleta. El melenudo era Albert Einstein.

 

La idea de Leo Szilard era  la de proponer a su colega que escribiera una carta a su amiga la reina de Bélgica para pedirle que no vendiera a los alemanes más uranio, material clave para la bomba atómica. El Congo belga era entonces el primer productor mundial. Pero esa idea dejó paso a otra: contactar con el presidente de Estados Unidos Franklin Roosevelt. Y el Dr. Einstein aceptó firmar una carta redactada en realidad por Leo Szilard. Estaba fechada el 2 de agosto de 1939 y había de cambiar el curso de la historia de una manera atroz. He aquí algunos párrafos “…ciertos trabajos recientes de E. Fermi y L. Szilard que se me han comunicado me hacen pensar que el elemento uranio podría ser transformado en un futuro inmediato en una nueva e importante fuente de energía … lo que podría conducir a la construcción de bombas terriblemente poderosas. Una sola bomba, transportada por barco y accionada podría destruir un puerto como Nueva York y una parte del territorio adyacente…”. 

La carta tardó dos meses en llegar. Nadie ha descubierto por qué la carta no llegó a manos de Roosevelt sino al comenzar la segunda guerra mundial en Europa, el 11 de octubre 1939, ni quien la escamoteó. Roosevelt comprendió su contenido. O mejor, lo captó en todo su valor. Fue un papel directo, decisivo, pero después lamentado, el desempeñado por Einstein en esta terrible historia. 

¿Por qué Szilard actuó tan rápidamente?. El físico húngaro conocía los experimentos del británico James Chadwick. Quien en 1932 había descubierto el neutrón, un proyectil microscópico capaz de provocar la liberación de un núcleo de átomo. Por otra parte sabía que tres físicos alemanes, Otto Hahn, Fritz Strassmann  y el premio Nobel Werner Eisenberg habían descubierto el uranio-235, capaz de fisionar cuando entraba en contacto con un neutrón. El sabio italiano Enrico Fermi, también premio Nóbel a los 37 años, había logrado realizar ese experimento una semana después. 

Todos esos descubrimientos así como la fisión en cadena, se habían logrado en Europa. Cuando la guerra estalló, ingleses e italianos así como el francés Frederic Joliot-Curie se hallaban mucho más adelantados que los norteamericanos, a base del agua pesada. 

 El esfuerzo de Roosevelt, empujado por la carta de Einstein, fue contratar a Enrico Fermi y Szilard en un proyecto concebido en junio de 1941 con el nombre de código S1. Primer objetivo del proyecto: el lograr una reacción en cadena en el uranio. La operación se llevó a cabo en la Universidad de Chicago, sobre la tribuna oeste del estadio de Stagg Field. Se trataba de “apilar” una gran masa de grafito muy puro y de óxido de uranio natural para llevar a buen término el experimento. De octubre a diciembre de 1942, investigadores y estudiantes bajo la dirección de Enrico Fermi “apilaron” a mano los elementos del primero y primitivo reactor CP-1 del mundo (Chicago Pila 1). El trabajo se vio coronado por el éxito el 2 de diciembre de 1942. El funcionamiento de la primera “pila atómica” de uranio natural mostró la firmeza del saber de Fermi. En Inglaterra, donde Churchill estaba al tanto de todo, un comité llamado “Maud”, formado por científicos, acababa de demostrar que una bomba atómica era realizable a partir de unos cuantos kilos de uranio-235 prácticamente puro. 

Gracias a cálculos realizados el citado comité, el físico Robert Oppenheimer demostraba en Chicago que la bomba atómica estaba al alcance de la mano. Por otro lado, en la Universidad de Berkeley, California, el Dr. Glenn Seaborg había logrado aislar algunos miligramos de plutonio-239, también fiable. Había pues dos posibilidades para manufacturar –por decirlo así- una bomba atómica: a base de uranio-235 o de plutonio-239. Pero las dificultadas, tanto del manejo del material como del secreto, eran inmensas. En septiembre 1942, el propio Roosevelt lanzó el Proyecto Manhattan, plan ultra secreto dirigido por el General Leslie Groves. Los militares entraban en el tema. 

En Oak Ridge, Tenessee, el Centro X, de 3 kms. de circunferencia fue dotado de gigantescas instalaciones de separación isotópica del uranio. En Hanford, Washigton, al Centro X, se le encargó la producción de decenas de kilogramos de plutonio en una impresionante fábrica de separación química. El Centro Y, a 2.000 metros de altura, en una meseta rocosa de Nuevo México, no lejos de Alamogordo, tenía la misión de producir la primera bomba atómica en la historia del hombre. Tres fábricas, un solo proyecto.

Los Alamos estaba dirigido por Robert Oppenheimer. Era un conductor de hombres de una excepcional calidad humana y un gran carisma. A sus órdenes los mejores físicos del mundo, exiliados o no, en Estados Unidos, tales como Enrico Fermi, Niels Bohr y Edward Teller. Para hacerla funcionar no bastaba con reunir en un momento dado la masa crítica de uranio-235 o de plutonio-239. Había que actuar dentro de milésimas de segundo para evitar que el desencadenamiento progresivo de la reacción en cadena dañara el mecanismo antes de la explosión. En el caso del uranio se optó por la solución tipo “cañón”. En el de la bomba de plutonio se adoptó la “carga hueca”. 

Roosevelt logró reunir bajo las órdenes del general Groves a 150.000 hombres, con Robert Openheimer como director técnico. El programa tenía un presupuesto de 2.000 millones de dólares (de entonces). Inglaterra, Canadá y Francia libre suministraron sus mejores especialistas. Enterados de la capitulación y el fin de un III Reich combativo, Oppenheimer estaba contento de poner fin a la locura de Hitler, pero  como director del proyecto Manhattan quería levarlo a su término, pero no pensaba lanzar la bomba atómica contra nadie. Fue entonces cuando surgieron los problemas morales. 

La bomba atómica no estaba destinada a ser lanzada sobre Japón sino sobre la Alemania de Hitler

En enero de 1945, Oppenheimer comunicó al presidente Roosevelt que la bomba estaba casi lista… pero también que la Alemania nazi se hallaba de rodillas y la bomba era en realidad monopolio de EE.UU. y Canadá a un costo inútil con la caída de la Alemania nazi. Oppenheimer  oyó, que Roosevelt le decía algo así como “...veremos”. Se dio cuenta de que el presidente pensaba quizá otra cosa. Aunque estaba seguro de que el Secretario de la Guerra, Stevenson jamás emplearía ese arma en la guerra. Stevenson pensaba como Oppnheimer. 

 ¿Es que Roosevelt pensaba emplear la bomba contra  Japón? ¿En ese caso no debería compartir la tecnología nuclear con la URSS para evitar el riesgo de una carrera de armas atómicas? ¿O poner al mundo occidental enfrentado al oriental?. Lo habló con uno de los más sabios inquietos, el propio Leo Szilard, quién se dirigió personalmente a Einstein para que interviniera cerca de Roosevelt y le sugiriera que ordenara lanzar la bomba solamente sobre un terreno desierto y por supuesto deshabitado. Roosevelt aquejado de cáncer, citó a Einstein el 8 de mayo en la Casa Blanca, mientras Szilard y su ex-maestro redactaban una carta a la inversa de la del 2 de agosto 1939. Pero Roosevelt murió el 12 de abril. Y Truman ni conocía a Einstein. 

Para el nuevo presidente el recurso de la bomba atómica contra  Japón era un “mal menor” desde el principio. Se trataba de ahorrar (los historiadores no se han puesto de acuerdo en el número) centenares de muertos de campo y campo, en el caso de que EEUU tratara de invadir Japón para terminar la guerra. La conferencia de Postdam reunió a Churchill, Truman y Stalin. El presidente norteamericano informó al dirigente soviético de la existencia de la bomba. “Se espera que se haga buen uso de ella” –dicen que dijo Stanlin. Mientras tanto, la bomba se probó en Alamogordo secretamente, según hemos descrito al principio. La mayoría de los sabios quedaron aterrados. 

El ultimátum de Truman a Japón exigiendo rendición incondicional o la amenaza del lanzamiento de una nueva arma, la bomba atómica, fue rechazado por el gobierno imperial el 28 de julio. No hubo apenas conversaciones, ni sugerencias. Rendición o bomba. La ignorancia de Truman era tremenda, pero por otro lado los problemas de la rendición de Japón también lo era. El emperador Hiro-Hito quería rendirse pero tenía enfrente a los militares xenófobos y  belicistas.

Truman, irresponsablemente sin saber bien lo que suponía lanzar la bomba atómica, dio la orden de utilizarla el 2 de agosto. El 5 de ese mes, el coronel Tibbets, de la Fuerza Aérea de EEUU, despegaba de una de las Islas Marshall en el Pacífico llevando en su bombardero B-29 la bomba de uranio “Little Boy” que largó sobre Hiroshima el día 6 a las 8.15 de la mañana. Se calcula que fueron destruídas 70.000 casas y 100.000 personas murieron en las 48 horas siguientes. El Estado Mayor nipón –los altos mandos militares, muchos de familias nobles- siguió oponiéndose tenazmente a la capitulación. El presidente Truman dio la orden de lanzar la segunda bomba atómica sobre Nagasaki. Fue largada el 9 de agosto, “Fat Man”, de plutonio. Esta era como la de Alamogordo. Produjo 40.000 muertos. Esa noche el emperador Hiro Hito impuso al consejo Imperial la capitulación sin condiciones. Era demasiado tarde. 

La humanidad salía de la Segunda Guerra Mundial, una de las más sangrientas de la historia y entraba en la era de la paz nuclear, que no ha sido desde entonces, una paz del miedo “al día después” sino de víctimas civiles del uranio “empobrecido”. El hombre había probado la manzana prohibida y, por lo menos al poder militar le había gustado, a cualquier precio. Desde entonces el mundo se halla purgando el pecado nuclear. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta siempre?... 

De los cinco físicos, los más “culpables”, (había otros muchos, pero su intervención desigual no fue tan decisiva), que dieron la última palabra para completar el holocausto nuclear, todos se arrepintieron menos uno. Nadie sabe lo que hubiera pasado si Hiro Hito en poder de determinadas familias militares niponas belicistas diera la orden de resistir a tropas de marines que  hubieran tratado de desembarcar en el archipiélago. Y así se terminó la primera parte de un episodio histórico increíble.

El líder de los cinco físicos que fabricaron las bombas, el profesor  Oppenheimer  era el único nacido en territorio de Estados Unidos, Nueva York. Como tal, fue nombrado presidente de la Comisión de energía Atómica norteamericana en 1946. Tenía 42 años. Casi todas las sesiones terminaban con un sermón sobre el control internacional de las bombas. Aquel hombre joven sentía una gran inquietud: él había pulsado el botón de la bomba atómica de Alamogordo, honor que se le concedió –antes que a Fermi y a Szilard- por haber dirigido el proyecto y aunado voluntades en medio de una presión física y moral sin límites.

Dirigía también el Instituto de Invenciones Atómicas. Hasta que el 12 de abril de 1954 fue relevado, no con galardones por los servicios prestados sino “por constituir un riesgo para la seguridad de Estados Unidos”.Después fue detenido “por actividades antinorteamericanas” y necesitó cinco años para quedar lavado de toda culpa de colaborar con Stalin en la fabricación de la bomba. El senador MacCarthy estuvo a punto de lograr una sentencia condenatoria porque  Oppenheimer se aferraba obstinadamente a su teoría de que era necesario un control internacional de la energía nuclear.  Murió en Princeton, donde enseñó  física hasta 1967.  Aunque era un eremita y era un hombre fuerte, murió a los 62 años. Al contrario que a otros muchos, no se le rindieron honores oficiales. Una película de Hollywood, con un guión basado en sus propias declaraciones ante el tribunal, le absolvió totalmente postmortem, pero la Casa Blanca jamás movió un dedo para liberarle del caos mental y de la angustia que le produjo la destrucción de Hiroshima. Todo eso lo llevó consigo a la tumba. 

Los otros cuatro físicos que figuran como protagonistas de este reportaje negaron su colaboración al Pentágono  y a la Comisión de Energía Atómica, excepto Teller, al que atraía el oro del poder.  Fermi no pudo retener al fiel Szilard, cuya vida se vio enturbiada por “la carta que no llegó”, la segunda, dirigida a Roosevelt, que era un vaticinio del caos nuclear actual.  Leo volvió a su Inglaterra y las biografías de él (algunas obviamente censuradas) no dicen sino que estaba muy avejentado y murió oscuramente y lleno de remordimientos. Tampoco hubo nadie que le rindiera honores. 

Enrico Fermi se dedicó a escribir “Átomos en Familia”. Por su conocimiento en la materia, al “Elemento 100” de la física se le bautizó elemento Fermi. Acababa de terminar el último párrafo de su libro cuando murió repentinamente a los 53 años. 

De Einstein se ha hablado mucho, aunque no se ha dicho que se convirtió en un denodado pacifista consciente como nadie de los peligros de la utilización de sus propias teorías. Pidió repetidas veces un control internacional. En una reseña biográfica le dedican un largo párrafo, que acaba así: “Horrorizado por el uso del poder atómico con fines bélicos, realizó una activa campaña después de 1945 para el control internacional de las armas atómicas. Nadie sabe porque MacCarthy no intentó llevarlo al banquillo. 

El único insensible e impenitente fue Edward Teller, húngaro como Szilard. Este fue el único del Proyecto Manhattan que intervino activamente después en la fabricación de la bomba H. Especialista en Rayos Cósmicos y magnetohidrodinámica, colaboró con el Pentágono hasta la llegada de Reagan a la presidencia. Este le nombró su asesor personal, Teller fue un acérrimo partidario de la Guerra de las Galaxias y es inventor del “Paraguas Atómico” de Ronald Reagan. Luego Teller inventó el escudo de misiles de Reagan, que técnicamente fue un fracaso. Era partidario de lanzar una súper bomba sobre Moscú con el voto en contra de sus compañeros porque la URSS había probado la suya, muy sucia, en agosto 1949. Luego siguió con ideas locas, que Reagan aceptaba. Escribió muchos libros y en el último “Mejor un escudo que una espada” (1987) denota hasta qué grado de paranoia se podía permitir abrigar el mejor asesor de Reagan en materia de bombas atómicas. 

Teller, en la década de los 60 y 70 era muy impopular en la “comunidad de sabios de Oxford”. Hasta el punto que el célebre y malogrado actor Peter Sellers realizó una película “El Dr. Folamour” (1964) en la que encarnaba a un presidente norteamericano belicista, a un mayor británico histérico y a un  ex-consejero atómico nazi en torno a la III Guerra Mundial. Este último personaje es en ficción Edward Teller. Su biografía y su carrera impertérrita en pos del átomo belicista están muy bien descritas en la biografía que le hizo R. Jung  “Más brillante que mil soles”. 

Si los tratados internacionales alejan el miedo atómico, habrá quien podrá reivindicar la memoria de los cuatro sabios arrepentidos, pero sabios. Y hacer que hasta los niños vean la película de Peter Sellers.


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