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Piojó: de la calamidad a la fiesta, una cronica de Libardo Barros Escorcia

05/03/2023 13:33 0 Comentarios Lectura: ( palabras)

Un amigo periodista comentaba que en estos pueblos se ocultan los problemas para que no salgan a flote las auténticas necesidades de sus habitantes. Que de esto dan cuenta en sus informes y noticas pero son mutilados por lo editores de noticias

Indio Chuba

 

Piojó: de la calamidad a la fiesta (1)

 *Por: Libardo Barros Escorcia

 

Estuve en Piojó a mediados de octubre de 2022 días antes del hundimiento de las 85 casas del barrio Camino grande, ubicado en la cabecera municipal. Fui porque quería conocer dicho pueblo, distante a 2 horas de Barranquilla en bus intermunicipal. El lugar prometía ser una maravilla si me dejaba guiar por las descripciones de dos de mis estudiantes. Para Milagros y Natalia, maestras en formación, no existía en el departamento del Atlántico un lugar que tuviera un clima tan agradable. Solían afirmar que allí sus noches son tan frescas que se duerme sin ventilador, incluso en verano. Eso era posible porque vivían a 350 metros de altura sobre el nivel del mar, de cuyas orillas se puede disfrutar a escasos 20 minutos.

 

El desplome de las 85 viviendas me tomó por sorpresa y cambió de golpe la visión que me había hecho de Piojó y sus 8000 habitantes, repartidos entre la cabecera municipal y los corregimientos de Hibácharo y Aguas vivas. Los problemas que surgieron a partir del 5 de noviembre de 2022 a las 10:30 p.m. aún continúan porque las decisiones que se tomaron están varadas en trámites y una dudosa lentitud. A la final, parece que todo se redujo a ilusorias promesas.

 

A primera vista, luego de mi llegada, todo estaba en su lugar. En ese entonces, no había perturbaciones. Por su apacible carácter, los piojoneros parecían estar viviendo un futuro anticipado. En boca de la gente pareciera que, incluso, los cambios que promueve el tiempo no fueran necesarios para ellos. Por su exceso de certezas daba la impresión de que ya eran lo que deberían ser. Ignoraban, o no se querían dar cuenta, que las cosas no son así. La colectiva negación a aceptar la impermanencia daba sentido a una rotunda negación de la dinámica conflictiva de la realidad. Sumidos en su engañosa narrativa, nunca será bien visto alguien quien dijera que esta parafernalia era mentira. Que la perenne paz era una falacia y la convivencia cotidiana no era una réplica terrenal del paraíso.

 

Pero las necesidades reales eran evidentes. Emergían después de una simple pregunta: ¿A dónde llevan sus enfermos? Se debía esperar que la ambulancia estuviera desocupada, fue la inocente respuesta de muchos. Porque a los enfermos de urgencia se les llevaba a Baranoa, el pueblo de al lado. Todo en la única ambulancia con la que cuenta el pueblo. Y en vez de gestionar soluciones reales e inmediatas, la administración actual, al igual que las anteriores, utilizan el erario en otros asuntos. Como por ejemplo, construir una cancha de fútbol en el lugar menos apropiado. Obra que con el paso de los días se convertiría en la causa del derrumbamiento de 85 casas y el Cementerio Municipal. Suceso muy difundido en redes sociales por la comunidad y la prensa nacional.

 

Chespi

A partir de la noche del deslizamiento de tierra afloraron los defectos, personales y colectivos, ocultos tras aquel manto de mansedumbre. Porque se comprobó de inmediato que las ignoradas necesidades no se podían tapar. Aunque no hubo heridos, era lamentable ver cómo las casas se vinieron abajo desde sus cimientos. Igual pasó con el cementerio donde muchas tumbas giraron sobre eje mientras eran llevados cuesta abajo entre el agua y el barro que las había ido socavando, después de casi una semana de lluvia. Para algunos estaba claro que por eso la tierra no podía contener las estructuras de ninguna construcción.

 

A pocas horas de la tragedia, los consabidos mecanismos de defensa se activaron. Y era común escuchar por la radio el parloteo de los espontáneos opinadores que con su ensayada razón califican y descalifican, culpan y exoneran, según sus intereses. Tras la apremiante calamidad, algo ignorado hasta entonces se había desatado en aquel pueblito humilde y maravilloso en el que pocas semanas antes todo era felicidad.

 

El infierno, que es igual en todos los pueblos, sin importar su tamaño, se había activado. Porque cuando lo inesperado aparece, se pone en escena el mismo guion, sin importar lugar ni tiempo. La defensa y el ataque, la culpa y los reproches surgen sin miramientos entre dirigentes y la gente del pueblo, como si con ello se pudiera hacer algo.

 

En un cuento de Juan Rulfo, escrito a mediados del siglo pasado, se ilustra detalladamente el sombrío escenario de un derrumbe. Desde la llegada de los funcionarios del Estado y sus señoras encopetadas, con los regalos y donaciones de rigor, hasta las interesadas ayudas de comerciantes y políticos; anexados a discursos amañados, los cuales, como siempre, muestran, sin ningún recato, lo que significa sacar ventaja en medio de la desgracia de muchos. La estrategia de poner a la gente en la ira moviliza con eficacia a la turba indolente y sedienta de justicia.

 

Se trata de señalar culpables o buscarlos donde sea y acuñar y difundir insultos que recuerden advertencias detalladas de lo que podría pasar. No hace falta que sea cierto, porque frente a las tragedias se necesita inventar un enemigo; por su parte, el funcionario de turno se desvela dando explicaciones a lo que ha sido producto de su indiscutible negligencia. En medio de los reclamos se reveló que la primera autoridad del pueblo reside la mayor parte del tiempo en Barranquilla. Forasteros y periodistas escuchan con atención mientras anotan lo que se escucha a media voz: “… por eso, el día de la calamidad la señora alcaldesa no estaba aquí”.

 

Todo quedó servido para que la romería de la prensa, vehículos estatales y muchísimos curiosos fueran poniendo en el mapa a un pueblo desconocido. Incluso en los noticieros se pronunciaba su nombre sin la tilde en la vocal final: porque no es Piojo. La semana después llegó la Procuraduría de la Nación y nuevamente el demonio apareció. Las denuncias de los lideres sociales daban cuenta de amenazas por parte de la alcaldesa y su grupo político. Acusaban a la mandataria de no haber hecho nada, pese a las advertencias. Le recordaban que el sancionado senador, líder de su grupo político, tenía las manos metidas en todo ello. A lo que había que sumarle el cicatero silencio de los constructores de la cancha de fútbol en lo alto de la zona del derrumbe.

 

Mientras crecía la ola de visitantes, los habitantes del barrio Camino grande se vieron forzados, para agilizar la removida de los escombros, a parar aquella especie de turismo negro. Los pocos restaurantes y fritangas no daban abasto. Las ventas de pan disminuyeron porque un camión, contratista de la merienda de los colegios del departamento, repartió sus productos a la población durante varios días.

 

Cada damnificado recuerda, aun entre sollozos, lo que pasó esa noche. Doña Mirella Alonso, de 53 años de edad, dice que le dieron una pastilla para el sueño, para doparla. Que al día siguiente, tempranito, un vecino le dijo que no fuera para su casa porque ahí ya no había nada. Que todo se había perdido. Enseguida comenzó a correr para comprobar la mala notica. Y era cierto. Su hijo se lamentaba frente a las ruinas. Lloraba porque no me creía capaz de soportar ese golpe. Pero él no me había visto y yo lo abracé por detrás y le dije que no se preocupara, que saldríamos adelante. A las nueve de la mañana la llevaron de urgencia con la presión a más de 200. No la remitieron para Baranoa porque la ambulancia, como siempre, no estaba disponible. Ahora estoy aquí en esta casa que antes estaba sola, casi abandonada, remediándome como pueda. Tratando de comprar ollas y calderos porque casi todo lo que tenía en unas cajas se lo llevaron. Y viéndolo bien, hasta ahora no se vislumbra ninguna solución. Parece que eso va a demorar bastante.

 

Un amigo periodista comentaba que en estos pueblos se ocultan los problemas para que no salgan a flote las auténticas necesidades de sus habitantes. Que de esto dan cuenta en sus informes y noticas pero son mutilados por lo editores de noticias.

 

En pocos pueblos existe la concordia que aquí promocionan un hecho. Lo cual está fundamentado en la fantasía de quienes lo esgrimen como marca de identidad. Pero apenas se presenta una necesidad o aparece un conflicto todo se va a pique. Se descorre el telón que saca a la luz las debilidades de una existencia menesterosa. Por eso prefieren dormirse en la creencia de que todo está bien. Que no tienen ninguna necesidad que dignifique su vida, pues vivir de la buena fe es mucho mejor. Aunque equivalga a sobrevivir al garete, sin ningún cuestionamiento de su propia realidad. Sin ninguna otra indagación que la del consumo del día a día, o como mucho, del día siguiente. Y los inevitables dolores pasan sin sospecha, sin una duda o idea que indague por lo que pueda haber detrás. Ignorantes de si hay un delante o un atrás, para no hacerse preguntas.

 

Si hay fiesta, celebrar. Si hay regalos, tomarlos. Si no hay luz eléctrica, da igual. Si se fue el servicio de agua, pues se fue; si no hay ambulancia para los enfermos en el hospital, no pasa nada. Pareciera que no se quiere ver lo que está detrás de lo que pasa. Ni un motivo, ni un interés, alguien o algunos responsables de que las cosas pasen o dejen de pasar.

 

Veinte días después, los afanes eran menores. Pero la mayoría de los damnificados vivan la zozobra de haber perdido su casa. Su negocio o el lugar donde vivieron por más de 50 años, como doña Rosa Ochoa. Pensar en el significado de la salida de aquel lugar donde fue posible ganarse la vida con la modistería, como la señora Leidys Molinares, jamás estuvo en sus planes. O la tienda de doña Elvira Saltarín. Y el resto de vecinos que tuvieron que tumbar sus casas agrietadas. Echar abajo las paredes que ladrillo a ladrillo fueron edificando y luego verlas inservibles, desvalorizadas, estorbando, como cosa que no vale nada. Con poco, muy poco, que salvar en ellas porque el piso destrozado y la mayor parte del techo quedó resquebrajado por la fuerza del derrumbe. El caso de la “seño Conchita”, María Asunción Gallardo, y su hijo Osvaldo es excepcional, ya que en vista de que los reclamos de la gente no eran atendidos, varios días antes de la calamidad, decidió mudarse; por eso ahora se niega a hablar sobre el tema.

 

Chespi

Milagros cuenta que desde diciembre volvió la música, que todas las cantinas están abiertas porque la gente pide, o necesita, diversión. Natalia dice que las fiestas de diciembre y Año Nuevo ayudaron a poner de lado los infortunios de los damnificados, pero el refugio provisional que se les asignó no fue aceptado de buena manera por las 156 familias, a las cuales ahora se les paga un arriendo en casas de familiares y amigos. Aun así, el pedido de todos es la de una pronta reubicación en casas donde quepan los que vivían, ya que en algunas de ellas había tres familias.

La manera en que los piojoneros recrean el carnaval se mantuvo este 2023, pese al dolor de la tragedia

 

En el barrio hay casas habitadas por fantasmas, a las cuales la gente tiene miedo. Y se ha descubierto que son sus dueñas que en las noches llegan a limpiarlas y estar un rato entre sus paredes vencidas por las grietas y el techo totalmente roto. Un empleado de la Alcaldía confesó que el verano ha resecado el suelo, por eso las grietas del pavimento se han agrandado. Que seguramente el próximo invierno será más crudo, con lo que da a entender que el agua buscará recuperar el espacio perdido donde antes fue un arroyo o una quebrada.

 

Para abordarlos y pedirles una entrevista no se necesitó de un vocero o un traductor de nada porque en cada diálogo la gente volvía a sangrar por sus heridas. Más allá de lo que prometen ser estos carnavales, saben que tienen arduas tareas por delante. Que a las promesas y sueños personales y colectivos deben buscarle la manera para hacerlas valer frente a la desgracia; así sea con la ayuda o no del Estado. Aunque hay mucha incertidumbre porque el pago de los subsidios de los arriendos y servicios llega tarde. Haciendo bien las cuentas, ya se sabe que no son suficientes los 350000 pesos de subsidio, debido a que les están cobrando por casas no tan buenas sumas que sobrepasan los 400000 pesos, sin servicios

 

Don Rafael González me dice que no tuvieron tiempo de recuperarse del duelo de la pandemia, cuando en esas les llegó el derrumbe. Por eso, todos creen que en lo sucesivo la bulla del carnaval será mayor. Se nota en estos días cuando muchos reconocen que todo lo que se tiene guardado hay que bailarlo y bebérselo. Así como el dolor es inevitable, el resto del pueblo desea que la alegría de la fiesta alivie las cargas, no importa lo que vaya a durar. Eso sí, que sea por el bien de todos.

                                     Piojo: tragedia y carnaval (2)

Fiesta al lado de la iglesia

 

Cuando los damnificados de Piojó pensaban que la alegría se había acabado para ellos, les llegó diciembre. Además, el aroma de la brisa, que hace las noches más frías, la música bailable y el ambiente festivo volvieron a despertar en sus cuerpos la inminente llegada de los carnavales: celebración que revalida esa atávica necesidad de transitar, durante cuatro días, con la vida patas arriba.

 

Para Mirella Alonso, de 53 años de edad, diciembre no fue agradable para ningún damnificado. Era muy difícil pasar bien un cierre de año a sabiendas que 85 casas de nuestro barrio Camino grande ya no estaban allí. Que esas casas que cada uno había construido con sacrificios y muchas privaciones ya no existían. Y lo peor, eran irrecuperables. Apenas comienza a hablar lloraba desconsoladamente. Su voz se deshace en lamentos y es difícil no conmoverse al oír sus reclamos, que parecen dirigidos al destino. Como todos, sabe a qué se debió el deslizamiento de tierra y quiénes son los responsables, pero ya eso no le interesa tanto como la situación actual, sobre todo el pago del arriendo y los servicios, que debe hacerse oportunamente.

 

A Mirella, la parrandera de todos los carnavales y otras fiestas, este año le decían sus amigas que estaba apagada, igual que casi todos los damnificados. Me cuenta que desde el sábado de carnaval había mucha alegría en las calles. La que se evidenció aun más debido a que la Alcaldía puso una tarima al lado de la iglesia para que bailaran y bebieran los 6000 habitantes de la cabecera y los más de 2000 repartidos en los corregimientos de Hibácharo y Aguas vivas. Lamenta que el lunes se formó una pelea porque querían pegarle a la alcaldesa. Mirella, una mujer de 53 años dice en tono conciliador que tiene pena con esa pobre mujer, que en el fondo de su corazón quisiera ayudar a mucha gente, pero se ve que no puede. Parece que la tuvieran amarrada a algo que no la deja. Por eso vive como si no se perteneciera.

 

Indio Chuba

A sus 78 años, el indio Chuba, Feliz de la Hoz Pacheco, siempre quiere contar un cuento. Le gusta que lo vean, sobre todo los forasteros, y por eso no pierde ocasión para disfrazarse de indio mocaná cada que hay un evento con gente importante. Como vive arriba, en el barrio Chambacú, la noche del derrumbe estaba durmiendo. Se vino a enterar al día siguiente. Supo de inmediato que 27 de sus sobrinos eran damnificados. A lo que se sumaba el colapso de muchas bóvedas del cementerio, que lo impactó. Lo primero que pensó fue sacar a su madre, de solo 15 meses de muerta, y trasladar su cuerpo a Luruaco. Después de un diciembre medianamente alegre, el carnaval le renovó las emociones. Fue a casi todos los eventos a los que estuvo invitado: al carnaval de Santo Tomás, los desfiles de Barranquilla, Puerto Colombia y aquí en Piojó pudo tomarse unos tragos. Dice que estaba adolorido, pero carnaval es carnaval. Se prepara todo el año para participar, y por eso reza para que todo lo malo que le pase nunca se cruce con esta fiesta.

 Rosa Elena Ochoa Osorio, de 70 años, también tiene su historia. La policía la ha tenido que sacar varias veces de su vivienda, a la que regresa después furtivamente. Aunque las paredes amenazan con venirse abajo, dice que después de habitarla por más de 50 años, ya no se amaña en otro lugar. ¿Para dónde me voy a ir, si a mí en el único lugar en donde me siento bien es en mi barrio? Eso de salir corriendo, a esas horas, salvando la vida como único bien, sin nada más, en vez de alejarme me unió más a este lugar. Fue de las pocas personas que se atrevió a pedirle ayuda a la alcaldesa, y esta le respondió que si la ayudaba a ella tenía que ayudar a los demás. Entre sollozos recuerda que el 31 de diciembre sintió una gran tristeza y mucha soledad, pero se tragó todo eso. Limpiándose el rostro y susurrando afirma que le ha tocado hacer como el payaso. Luego, con los ojos con los ojos llorosos dice que para estos carnavales no estaba muy triste y agrega en tono que fue la primera vez que la vida le puso el disfraz que nunca imaginó: el de desplazada.  

 Todo aquello que hace del carnaval una fiesta para darle cabida a la burla, en algunos pueblos tiene nombre propio. En Piojó se llama El Chespi. Alexander Charris, de 45 años, cuyo oficio de mototaxista le facilita conocer a mucha gente y casi toda la geografía del pueblo. Cuando le pregunto dónde estaba la noche de la tragedia, es inevitable que su mente se resista a transitar otra vez por ese momento. Solo alcanza a decir: aquí en mi casa de Camino grande, chateando. Siente que debe parar su relato. Hace una mueca, da unos pasos alrededor para sumergirse, por unos instantes, en la pausa y el silencio. Traga en seco. Luego regresa al lugar donde hacemos la entrevista, frente a la iglesia, donde se divisan, a unos 200 metros, las casas derrumbadas y el pavimento cuarteado. Retoma su relato matizado con la risa y el dolor. Es de esa clase de hombres que sabe bailar mientras se pueda y llorar cuando hace falta.

 Reconocido por su abrumadora locuacidad, lo dejé hablar sin interrupciones: A mi no se me ocurrió, el día del desfile de los mototaxistas, otro disfraz porque ya lo tenía puesto desde el 5 de noviembre del año pasado a las 10:35 de la noche. Y salí con mi disfraz de damnificado. Le puse un sillón de burro; monté la muerte en la parte de adelante de la moto. A un lado le puse palmas, por lo del reinado que se hace aquí durante los carnavales y este año no fue posible; del otro, unos totumos y mazorcas de millo. En el tanque de la gasolina subí una caja de comida, de las que repartió la Secretaría de Gestión de riesgos a los que quedamos sin casa. Me puse una máscara para que no supieran quién era, y salí. Aquello causó admiración y me gané el primer puesto en disfraces. La licuadora que me dieron se la di a mi hermana; la botella de whisky se la di a un amigo que no puede tomar otra clase de bebida; y con los 300000 pesos cumplí con el mandato bíblico de dar de beber al sediento, en ese caso a los que tenían sed de cerveza.

 

El cuerpo tiene ritmos de ineludible cumplimiento, que les recuerda los cambios de estaciones. Atávicas memorias que se resisten a ser ignoradas pese a los inconvenientes o desastres que surjan. De estos obligados mandatos nadie habla porque están conectados a emociones ancestrales. Vivenciales, tal como pasa durante el carnaval y se constatan en cada uno de los decretos del bando leído por sus reinas. La orden es gozar como se pueda: con música y bailes, en desfiles, mascaradas, comedias, todo lo que haga posible el regocijante bullicio.    

 

El final del dolor de los damnificados de Piojó lo decretó el imperativo colectivo de la fiesta. Lo pone en escena la necesidad física del desmantelamiento de las formalidades y jerarquías hegemónicas abordadas a través de la mofa, la sátira, el sarcasmo y la risa. En consecuencia, todo lo que trastoque la vida social en la que viven sumidas las personas debe ponerse al revés.

 

El carnaval, ese necesario ritual profano, incorpora la perfecta coartada del goce. Frente a ese imperativo no hay escapatoria. Así como sucede con el llamado a la solidaridad, al amor, a la compasión, igual pasa en el cuerpo cuando debe cumplir el mandamiento de la alegría; por lo tanto debe admitir y disponerse para el disfrute.

 

Al respecto, la psicoanalista Isabel Prado precisa que somos producto del lenguaje. Este nos construye con órdenes ineludibles. No solo de las que están del lado del sufrimiento o cuando algo nos duele, sino que esos imperativos existen para el goce. Los imperativos no discriminan: ama, odia, goza, de ellos nadie puede librarse. Todo eso está claro en el discurso del carnaval. Una vez se lee el Bando, el cuerpo se transforma, se prepara a cumplir dicha orden: tiene que gozar.

 

Cuesta trabajo rehusarse al carnaval, su efecto es demasiado contagioso. Estés o no en los desfiles, los bailes o las plazas, el carnaval toca las puertas de tu inconsciente. Nos llama a que nos asomemos a verlo, ya sea con un gorrito, un tocado, una máscara o vestido de colores. No existe manera de resistirte porque se apropia de tu voluntad. Su poder es tal que quienes no se pueden contener se mudan, se alejan de su influencia; huyen a otro lugar; incluso allá no están a salvo del todo.

 

Felix

La manera en que los piojoneros recrean el carnaval se mantuvo este 2023, pese al dolor de la tragedia. Aunque lloren por esta o cualquier otra adversidad, en su cuerpo permanecerá el imperativo del goce; el cual puede emerger, con un ímpetu inédito, cada vez que el cuerpo lo considere necesario.

 

* Profesor de la Escuela Normal superior la Hacienda de Barranquilla  libardobarros@gmail.com

 


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Edelmiro Franco V (163 noticias)
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