Hace tres años ocurrió el concierto del siglo en Indio, California
En los primeros días de mayo del 2016, una amiga en la red de facebook compartió de manera anodina la confirmación de la organización del festival “Desert Trip” que se llevaría a cabo en el desierto californiano. A pesar del costo elevado de los boletos y de la remotísima posibilidad para mí de viajar a Estados Unidos, la idea de poder asistir el mismo fin de semana a los conciertos de Bob Dylan, The Rolling Stones, Neil Young, Paul McCartney, The Who y Roger Waters -todas leyendas intachables del rock’n’roll-, me persiguió varios días, haciéndose poco a poco dueña de mis actividades cotidianas. La oportunidad se volvió rápidamente irresistible y el 9 de mayo, día de la venta de los boletos, me conecté a la hora anunciada para intentar conseguir una entrada al festival que calificaron con el afán de calentar más los ánimos como “el concierto del siglo”. Nostálgico del concierto de Woodstock -al cual no pude acudir por ser de la época de los veinte años de mis padres-, donde valores de paz y amor libre se mezclaron con la mejor música del año 69, esperé angustiado que llegara mi turno para intentar lo improbable. Después de 3 horas de espera durante las cuales mis ojos no dejaron de fijar un muñeco que caminaba muy despacio, el cual simbolizaba torpemente el tiempo que me quedaba en la fila virtual, y a punto de llegar tarde a mi trabajo, conseguí el boleto que anhelaba, unos de los últimos disponibles en las gradas.
Había logrado lo inesperado y después de varias horas de conjeturas sobre la ruta que habría de tomar para llegar al lugar deseado, compré el boleto de avión que concretizaba mi decisión de emprender el viaje. Las siguientes semanas que me separaban del fin de semana del festival que se llevaría a cabo a inicios de octubre, me dediqué a conocer la discografía de los ídolos de varias generaciones de fanáticos, imponiéndome la tarea de publicar a diario una de las obras que me movían, como Cortez The Killer, Tangled Up In Blue o Eminence Front. El gozo que me procuró esta actividad contrastaba con los problemas administrativos que multiplicaron los organizadores del evento, ignorando mis llamadas y confesándome unos días antes de mi partida que no podían mandar a mi dirección mexicana los boletos que materializarían mi sueño, y que tendría que recogerlos ahí mismo. En varias ocasiones, me dejé llevar por un tambaleo difuso que hacía que me preguntara si tanta entrega había valido la pena. El viaje se encerraba en mis anhelos más profundos pero no se volvía realidad: habría que apostarle con todo.
El día 6 de octubre, después de varias horas de preparación de los últimos triques que necesitaba para tal viaje, salí febrilmente de mi casa a las 12 de la noche para alcanzar el autobús que me llevaría a la nueva estación de Guadalajara. Ahí, tomé un taxi para el aeropuerto donde esperé, dormitando sobre las sillas incomodas de la sala de espera, el avión que me transportaría hasta Los Ángeles. Una gran excitación adormecida se mezclaba con la angustia que los boletos no me pudieran ser entregados como me había sido prometido. Las largas horas de espera vencieron mi estómago que se empeñaba en concentrar todos mis sentimientos encontrados, hecho que no le permitiría digerir satisfactoriamente los sándwiches desabridos de las compañías de autobús y avión de clase internacional.
El transcurso de la mitad de un día entero fue necesario para que pisara territorio norteamericano. Faltaba únicamente pasar la aduana intimidante para poder seguir con el periplo hacia Indio, California. En la forma migratoria, me sentí obligado de declarar las latas de atún que transportaba en mi maleta, junto con mi tienda de acampar y una bolsa de dormir calientita, para ahorrar unos dólares que faltaban después de los gastos previos al viaje. No quería que un malentendido ligado con el tráfico de insumos marinos me obligara a regresar a tierras mexicanas, haciendo el ridículo después de tantas promesas hechas a mí mismo y a mi alrededor.
Actuando como si este episodio no tuviera gran relevancia para mí, como si hubiera visitado en varias ocasiones los atractivos de los Estados Unidos, me acerqué a la ventanilla de la agente que parecía ser la más amena de todo el grupo de vigilantes de la frontera. En un inglés que fingí fluido, expliqué el motivo de mi viaje y después de aplicar las yemas de mis diez dedos sobre una placa de vidrio cuyo laser registró las huellas digitales, seguí mi camino. Una vez recuperada mi maleta, pasé otro filtro donde un agente mayor me hizo la pregunta fatídica sobre el atún que había declarado. “¿Para qué necesita atún? – Para mi consumo personal, me voy de camping. – ¡Ah! ¡De camping!” Su boca se torció ligeramente como si le agradara la idea de dejar el aire sofocante del aeropuerto para ir a plantar su tienda en medio del desierto. Lo dejé soñar un rato mientras entraba oficialmente en suelo norteamericano. La primera etapa se había concluido más fácilmente de lo previsto.
Encontré sin mayores obstáculos el autobús que me llevaría al campo del Desert Trip y confirmé lo que ya sabía: tendría que regresar a Indian Wells para conseguir mi pase de entrada al evento. El recorrido entre Los Ángeles y el campo de polo donde plantaría mi tienda ocurrió de una forma extraña. El cansancio acumulado en la noche en la cual no pude recuperar fuerzas suficientes, me impedía registrar fielmente mis primeras imágenes de la tierra soñada. Los edificios surgían ante mis ojos sin provocar emoción alguna. Los veía opacos, con la pintura cayéndose en partes, los colores desvaneciéndose lentamente, como si el tiempo se hubiera parado en el año de lanzamiento de MTV. Mi primera impresión fue decepcionante aunque no esperaba encontrar nada especial en esta ciudad. Un velo amarillento sobre las ventanas pudo haber sido causa de mi parecer, y la ciudad a través de sus arterias multitudinarias se alejó rápidamente de mi mirada y mis oídos.
El desierto no me ofrecía más que polvo y rocas ardientes. Lo olvidé mientras escuchaba en mis lapsos de vigilia a los fans que viajaban conmigo. Una decepción difusa se apoderó de mí cuando me percaté que no había movimiento, que no pasaba nada dentro del shuttle que nos transportaba en dirección del concierto del siglo. La gente, en su mayoría norteamericana, se veía apagada, como si este viaje no representara nada importante, cuando para mí lo era todo. En la radio, una música apenas audible me recordaba canciones clásicas de Neil Young y Paul McCartney. El chofer se prestaba al momento, sin embargo, algo lo impedía a los pasajeros. El entusiasmo original se había perdido, mi prioridad apremiante era conseguir los boletos comprados cinco meses antes.
Llegué al campo después de que el autobús diera dos vueltas a una enorme cuadra y que el personal de vigilancia no nos dejara pasar por tres entradas diferentes. Sentí que estábamos muy cerca, mas con la posibilidad de perderlo todo. Me dirigí finalmente a una ventanilla improvisada en medio del campo de polo para californianos millonarios y pedí información sobre dónde y cómo conseguir mi pase y mi pulsera para el fin de semana. Unos jóvenes me contestaron en inglés y en español sobre mi situación. “- No es necesario que regrese a Indian Wells, le podemos dar todo lo necesario aquí!” Sonreí. La preocupación que me había perseguido durante largas semanas no tenía razón de ser. Unos amigos latinos me resolvían la situación en un momento. Ahí, me sentí como en casa, cuando lo complicado se desvanece inesperadamente y te quedas con dos opciones: agradecer al astro sol o enfadarte por tantas horas y enojos perdidos.
Un momento memorable en la historia del rock'n'roll
Después de que una enorme vigilante me quitara mis piquetas de metal, pude finalmente entrar al terreno donde algunas tiendas se estaban montando. Monté la mía, vencido por el cansancio pero feliz que los meses de espera y de esperanza monacal hubieran valido la pena. El hecho que me hicieran cambiar de lugar una vez instalado no me procuró ninguna rabia. Estaba en el Desert Trip y nada ni nadie podrían quitarme de este lugar del planeta por los siguientes cuatro días.
Algunos aspectos desagradables como los baños que recordaron seguramente las letrinas de Vietnam a algunos veteranos, o el hecho de que ningún miembro de la seguridad y organización del evento pudiera contestar mis preguntas más elementales, no me afectaron en lo más mínimo. Mi fin de semana sería enteramente dedicado a los seis conciertos que se iban a llevar a cabo en las tres siguientes noches. Sin dinero y lejos de estar dispuesto a turistear, todos los elementos que circundaban el mega evento, como los dizque talleres artísticos, el disco dome de lo más anticuado, al límite de la naquez, y las boutiques de souvenirs superficiales no me llamaron la atención. Preferí entablar simples charlas con mis vecinos de tienda que resultaron ser mexicanos, convirtiéndose automáticamente en amigos.
La primera noche con Bob Dylan y Los Rolling Stones se acercaba y estábamos convencidos de estar a punto de asistir a un evento histórico, el último que reuniría a las grandes leyendas del género más escuchado en el mundo. Olvidando la gente y los campers de lujo, me adentré en el Venue donde nos íbamos a llenar la cabeza de su música.Febrilmente, me senté en las gradas del lado derecho del escenario y levanté la cabeza para quedar impactado por unas pantallas imponentes. Atrás, las montañas rocosas nos recordaban que estábamos en medio del desierto, solos dentro de la multitud. Una especie de neblina humidificaba la atmosfera que había sido sofocante desde la madrugada. Bob Dylan entró al escenario y se dirigió al piano, sin una palabra. El show empezó. Me esforcé por olvidar la gente a mi alrededor, las parejas sesentonas que habían jalado hasta el evento a sus hijos con cara de aburrimiento adolescente. Una curiosidad obscena me acechaba, llegando a su límite después de cinco meses de espera, desbordando los poros de mi piel seca como si una fuerza magnética me jalara intensamente hacia las guitarras, el piano y la harmónica de Dylan. Mis ojos buscaban su silueta vaporosa en el escenario, que se expandía límpidamente en las tres pantallas gigantescas. El blues llenó mis oídos ingenuos. Recordé los videos escuchados en la red, cuyo color de tierra me había fascinado. Pronto, la clara expectativa que resguardaba se convirtió en un sentimiento de gran decepción. El artista no conectaba con su público. Estaba lejos de nosotros, confinado en su escenario y comunicando apenas con sus músicos. No entendía. Bob no articulaba, mascullaba, y los jóvenes aficionados apenas podíamos agarrar algunas letras de las canciones que desconocíamos en su mayoría. Cantaba sus últimas composiciones haciendo caso omiso de la naturaleza del evento. Posteriormente, comprobé que Dylan siempre había tenido esta actitud, que cantaba lo que se le antojaba, que podía tocar versiones diferentes de sus clásicos o hasta cambiar la letra. Estábamos en presencia de un poeta, un artista cuya obra exigía que la estudiáramos para entender su gran sentido literario. Teníamos que haberlo leído antes que escucharlo. Por consecuencia, el deseo creciente de los últimos meses no había encontrado su objetivo y se desvaneció en un instante. Mi error fundamental me asustó hasta el punto de sospechar que los demás artistas me habían preparado presentaciones de la misma índole. Surgió en mí la sensación amarga de haber sido defraudado. Unos minutos de intervalo me agotaron, esperando con ansiedad el concierto de los Rolling Stones. Sin embargo, la emoción de conocerlos me estimuló de nuevo y dejé atrás el recuerdo de Dylan. ¡De repente, el escenario explotó! La banda salió con enormes ganas y nos ofreció una primera canción detonante. La voz de Jagger estaba al tope, respondiendo a los riffs de Richards con una increíble energía. Sus gestos, muecas y movimientos de cadera seguían vivos después de varias décadas y nos llenaban los ojos, alucinados. Me dejé llevar por las canciones, bailando como nunca lo había hecho, gozando de este rock’n’roll que incitaba mis miembros a seguir el ritmo embriagante. Me divertí muchísimo, hasta con Satisfaction o Miss you que consideraba rolas poco auténticas. La banda revelaba todas sus cualidades cuando las interpretaba en vivo. Lo dejaba todo en el escenario, no fingía, disfrutaba auténticamente su performance como los niños del barrio de Soho que solían ser. Olvidé por completo el copyright, la marca comercial que representaba la boca sensual de los Stones, ya que renacía ante mis ojos como la esencia del rock, lúdica y pegadiza, resumida en el título It’s Only Rock’n’Roll But I like It!Llegué agotado a mi tienda y, después de compartir unas palabras con mis compañeros, me acosté feliz con esta primera noche que me había regalado momentos sorpresivos. Y solo nos estábamos calentando.
Al día siguiente, mientras madrugábamos con dolor de cabeza como si estuviéramos crudos, un tipo ya alcoholizado a las diez de la mañana nos preguntó que si tuviéramos que escoger, a quién elegiríamos entre Paul y Neil Young. Todos contestaron al unísono Paul. Yo dudaba, y comenté que el material más reciente de Neil los sorprendería por su originalidad y fuerza. Incrédulos, entonaron un Hey Jude muy aproximativo para convencerme que nadie podía superar al ex Beatle.Cuando el sol estaba en su zenit, busqué refugio en una de las tiendas donde los festivaleros podían conectar sus computadoras y teléfonos inteligentes. Me acerqué al único ventilador, que expiraba un aire tibio, pegándome a jóvenes californianos que parecían fatigados. Unos estaban sentados en unas sillas de mimbre, algunos jugaban al Jenga, otros acostados en el vil piso de madera, buscando en la siesta que el calor se despegara de su piel. Los imité un rato ya que su cara ensimismada no me alentó a buscar contacto alguno. Me adentré en las imágenes de la víspera, el consuelo de la somnolencia y aproveché estas horas perdidas para volver a empezar la lectura de Cien años de soledad. Contenía la emoción que me recordaba en cada momento que estaba a unas horas de conocer a Neil Young y Paul McCartney. Mis sentimientos se mezclaban con el realismo mágico de Macondo, donde todo empezó para García Márquez.
Esa noche, por esperar a mis connacionales un poco ebrios, llegué tarde al concierto de Neil. Escuchamos la primera canción apenas llegamos al Venue y empecé a correr como si estuviera a punto de perder una cita romántica. Afortunadamente, la letra que escuché no era de mis favoritas y alcancé mi lugar sin demasiado remordimiento. Inhalé profundamente el aire que refrescaba con la hermosa música de Neil Young. El escenario era de lo más sencillo, arropado en una atmosfera amarillenta tenue, con unos tipis que recordaban el apego del artista a la causa de los nativos americanos, y su banda The Promise of The Real cuya juventud concentraba unas ganas inagotables de acompañar al sabio roquero. Mientras entraba la noche, sentí que vivía un momento de lo más delicioso. Los instrumentos y las voces genuinas revivían las raíces más profundas del folk, blues y rock’n’roll, superándose con Down by the River que se alargó más de veinte minutos y cerrando el concierto de forma deslumbrante con el poderoso Rockin’ in The Free World. La emoción estaba al tope y el público se veía hipnotizado por los acordes sumamente auténticos. Entendí que esta música era mía. Estaba en el lugar correcto, donde unas notas aparentemente sencillas me hacían vibrar, me recordaban todo lo que me permitía vivir, amar y transcender. El artista no fingía, no engañaba, hablaba de sí mismo y en consecuencia de nosotros. Esa noche, amé a Neil Young, porque iluminaba con la autenticidad de su música y de su persona. Aturdido y tratando de recobrar fuerzas, saboreé los minutos que me separaban de la llegada del Beatle. Mucha gente salió para refrescarse y comer algo mientras yo no dejaba mi lugar. Era demasiado importante. Después de más de una hora de espera, y de un video un tanto aburrido que recordaba la larga trayectoria del músico, Paul McCartney entró al escenario con una acogida excepcional de alrededor de 70000 personas. Sonreía, disfrutando el momento, con la sencillez y elegancia británica que lo caracterizan. Empezó enseguida a tocar uno de los clásicos de los Beatles: A Hard Day’s Night. De ahí no paró el show, aspirándonos en un torbellino de música inmemorial, desenrollando el friso de las canciones que siguieron nuestros pasos a lo largo de los años, enriqueciendo nuestro oído con sus genialidades. Disfruté enormemente las canciones que alternaban momentos de rock puro y baladas románticas muy emotivas. En el escenario que vibraba con juegos de luces y videos de una gran intensidad, Paul McCartney se imponía como un increíble showman, manejando una energía desbordada a pesar de las décadas, charlando con el público como en una tertulia entre amigos, dejándolo todo. Después del enorme espectáculo pirotécnico de Live and Let Die y de un final gozoso con Hey Jude, me senté un rato. Dándome cuenta de la naturaleza del momento que acababa de vivir, sentí unas pequeñas lágrimas mojar mis mejillas. De pronto, recordé las horas transcurridas dentro de una tienda de campaña en una playa del norte de Francia. Tenía unos diez años y escuchaba en un walkman los casetes de las mejores canciones de los Beatles, iniciándome al rock’n’roll, disfrutando las voces y la música que me hablaban en un idioma que desconocía. Había estado en presencia de uno de estos hombres que regalaron una infinidad de alegrías a su público durante más de cinco décadas, y que nadie pudo nunca superar. De regreso al camping me acompañó un sentimiento poderoso que me llenaba el pecho de imágenes y luces que se aproximaban a la llamada felicidad. Sonreía como un bobo, me sentía más fuerte que nunca, indestructible.
Dormí como un bebé y al día siguiente estaba listo para cerrar este gran fin de semana con broche de oro. En la tercera noche se iban a presentar las bandas que me habían traído originalmente a California. Dos bandas aparentemente opuestas, The Who con su exuberancia detonante y un Roger Waters íntimo y abismal. Me sentía diferente por las horas que había vivido en este lugar incongruente y perfecto a la vez, pero este cambio no se había finalizado todavía. Esperaba mucho más con estos artistas que consideraba conocer de muy cerca, prácticamente de una forma intima. Ahora, las charlas más insignificantes tenían un sabor de lo más dulce porque nos separaban del último mega concierto. Supongo que nos creíamos mucho, que éramos ya gente distinguida por haber tenido la gran oportunidad de vivir este momento. En un desierto de lo más común, nos sentíamos como los viajeros que descubren del otro lado de un árbol imponente el Machu Pichu, la gran Muralla o las pirámides egipcias.
El concierto de The Who fue espectacular. Aluciné, no podía creer la música, el sonido de tan enorme calibre a pesar del exagerado número de decibeles que nos arrancaba de nuestros asientos de una manera voraz. El rock explosivo de la guitarra de Pete Townshend vibraba dentro de nuestras sienes y yo, buen francés que se avergüenza en el momento de intentar unos pasos de baile, brincaba sobre las barras metálicas que mantenían las gradas a flote. Gritaba lo que pudiera, cantaba como salieran las letras soñadas o recordadas a medias, silbaba febrilmente con mis labios resecos por el aire desértico. En un momento, recobrando un poco de consciencia, observé el público de mayoría gringa que me circundaba. Intrigado, me percaté que estas personas que habían pagado una pequeña fortuna por sus asientos se quedaban sentados. Un joven delante de mí había pasado las tres noches inmóvil, viendo hacia el escenario como una vaca ve pasar el TGV, rumiando. Entendí súbitamente que no podía dejar pasar esta única oportunidad: tenía que dejarlo todo, tenía que vivir el momento al cien aunque pareciera ridículo ante estas miles de personas. Una cincuentona californiana fue la única que entendió mi emoción y agarró mi brazo desde atrás con pasión. Sus ojos me agradecían por estar disfrutando el show espectacular. Los mandé todos literalmente al carajo y exploté durante las tres últimas rolas que nos habían reservado la banda para el gran final: Pinball Wizzard, Baba O’Reily y Won’t Get fooled Again. Después de la primera no sentía más mis piernas pero tenía que aguantar durante las otras dos canciones que me llevaron hasta una apoteosis roquera. Acabando, me caí en mi asiento, riéndome de mi ridiculez adolescente, lo único que vale dentro de este género. Me sentí agotado. El calor fulminante de las tres jornadas junto con la mezcla de las emociones nocturnas habían acabado con mi energía. Estaba a punto de escuchar las canciones de mi banda favorita, después de haber dedicado miles de horas a los álbumes More, Animals, Atom Heart Mother y The Wall y no podía ya aguantar quedarme de pie. La extraña sensación de traicionar a títulos imprescindibles se apoderó de mí. La inhalación de marihuana que un vecino de Baltimore me proporcionó, en lugar de despertar mis sentidos, me adentró más en un estado letárgico que no me satisfacía. Tenía que estar atento a todo lo que fuera a suceder para experimentar las rolas que soñaba desde un cuarto de siglo. Roger Waters salió al escenario con mucha seguridad y nos ofreció un espectáculo visual, contemplativo, que reflejaba fielmente lo que la música quería expresar. El show era impresionante, pero no dejó de satisfacerme como si el hecho de conocer a la perfección las canciones me impidiera disfrutar su puesta en escena. Posiblemente me faltaba la figura de David Gilmour que se escuchaba extrañamente en la guitarra y en la voz que parecían suyas a sus treinta años. La cara de Donald Trump en Pigs me despertó así como el final grandioso de The Dark Side of The Moon. Finalmente, Confortably Numb que llevó al cantante y al guitarrista a la cúspide del escenario transformado en un edificio imponente me recordó una edificante ópera rock. A pesar de mi sensación de estar recordando más que descubriendo un artista, comprobé la locura de Waters dentro de su escenario que exponía de una forma exuberante sus anhelos más íntimos.
La experiencia concluyó finalmente. Decidí salir directamente para el aeropuerto después de haber empacado tienda y triques en la oscuridad. Saludé a mis nuevos amigos y acompañé a un periodista chileno en busca del autobús que se escondía en alguna parte del lugar. Mi cabeza latía fuertemente como si tratara de procesar una base de datos de varios teras. El rock’n’roll había sido el motor de mi viaje y entendí que no se me iba a despegar más después de haber conocido en persona a sus mayores exponentes. A pesar de su edad avanzada, resultaron conservar un aura fulminante que me había tocado en algunas partes del cuerpo. Había recibido los estigmas de un rock increíblemente vivo y me correspondía conservar y transmitir sus bondades a quienes les plazca. Obviamente, nos podríamos cuestionar sobre el valor del ruido que producen unas guitarras manejadas por unos cuantos energúmenos, de la letra que cantan voces aproximativas, de un público dispuesto a todo para ver a una distancia no menor de un kilómetro a sus ídolos. Nos podríamos preguntar por qué carajo estos septuagenarios cercanos al final tienen todavía las ganas suficientes para levantar un espectáculo de dos horas. La respuesta es sencilla. Por la simple razón que cuando uno hace o escucha rock’n’roll, se ausenta por un lapso de tiempo substancial la oscuridad que conllevan la soledad, el odio, la indiferencia y el desprecio. Dentro de este género musical que prohibían nuestros abuelos por ser la voz del diablo, resurge un gran sentido de humanidad, de amor fraternal y de esperanza que nunca nos podrá ser despojado.
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