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Era la una de la tarde del sábado 22 de noviembre de 2003, yo andaba con William Pirela y Daniel Espinoza, un muchacho que le gusta cantar las canciones de Felipe Pirela y que siente que su ídolo ha establecido una suerte de conexión espiritual con él para que le haga un homenaje. Pirela tiene un vínculo peculiar con muchas de las personas que lo admiramos; he conocido a gente que le reza, otras le hacen misa, le prenden velas, le hablan a solas y lo ven deambular en sus casas vestido de saco y corbata. Mi caso, comparado con los otros es un tanto más ordinario: me propuse hacerle un libro y un documental.
Ese sábado Daniel se ofreció a llevarnos a William, hermano de Felipe y a mí, al cementerio "Corazón de Jesús" en La Limpia, donde se encuentran los restos de Pirela. Era la primera vez que visitaba Maracaibo, tenía pocos meses que había iniciado la investigación para el libro y quería entrevistar a los familiares de El bolerista. Compré crisantemos rojos y una rosa blanca, los vendedores de flores nos prestaron un tobo azul muy viejo para llevar agua hasta la tumba, que está ubicada a mano derecha, muy cerca de la puerta principal del camposanto. Mientras caminábamos William nos contó que allí también estaba sepultada su madre, doña Lucía, quien no soporto la muerte de Felipe y a los pocos años falleció.
La reja que protege la tumba está muy deteriorada, cuesta trabajo abrirla y mucho mas cerrarla. A la izquierda, hay una jardinera donde está sembrado un agave tan aferrado a la tierra color ocre como al mármol. Estar allí conmueve, no sólo por ser un cementerio; el sol agobia y todo el ambiente contagia una sensación extraña indefiniblemente triste, de soledad y de profundo respeto.
Cuando llegamos no había flores, apenas un par artificiales que el clima y el sucio decoloraron. El matero cuadrado de mármol donde se encontraban fue decorado con un pentagrama musical, al igual que una columna más o menos ancha y no muy alta sobre la cual hay un disco de metal que simula un long playing. Hace años William retiro una estatua mal tallada que decoraba la obra, porque que no se parecía en nada a Felipe.
Llama la atención que la inscripción tallada en la columna, que hace alusión al record del millón de discos vendidos por Pirela en 1966, se vea con mucha dificultad, en cambio el patético epitafio grabado en el libro que se encuentra sobre la lapida, con los versos del bolero de Los Cuates Castilla, "cuando ya no me quieras", ha sido retocado muchas veces, para perpetuar la imagen del Felipe Pirela perdedor que siempre nos han querido vender.
Cuando se supo en Venezuela la noticia de su muerte, casi a medio día, el 2 de julio de 1972, la prensa, que desde hacía más de un año no publicaba ni una sola nota sobre sus triunfos en el exterior, creo la matriz de opinión de que Pirela estaba arruinado económicamente y cantaba en bares de mala muerte en Puerto Rico para pagar el hotel y comer. Lo vincularon al tráfico de drogas y a alguien se le ocurrió establecer un paralelismo entre aquella canción que interpretaba en la época de Billo y su vida actual.
"Y cuando nadie escuche mis canciones ya vieja detendré mi camino en un pueble lejano y allí moriré..."
Nada más alejado de su éxito discográfico, de la admiración y los aplausos de los públicos latinoamericanos cuando salía de gira y de su ajetreada agenda de presentaciones semanales en New York y San Juan, donde residía en uno de los mejores hoteles turísticos de la capital puertorriqueña "El Borinquén Tower".
El cadáver de Felipe llego al Zulia pasadas las tres de la madrugada del martes 4 de Julio del 72 en un vuelo de aeropostal directo de Puerto Rico. Sus hermanos, Edgar y Estela lo acompañaron en su último regreso a la patria, trajeron su guitarra, partituras y tres grandes maletas negras con sus pertenencias, no como después escribieron muchos periodistas quienes aseguraron que Pirela tenía apenas en su cuarto una silla y dos trajes rotos.
El bolerista, fue sepultado en el cementerio "El corazón de Jesús" la tarde del 5 de julio, su funeral congrego a miles de personas que hicieron largas colas para despedirse de él. Ya han pasado más de treinta años desde aquel día, hoy el itinerario de Pirela es todavía más arduo que en antaño, se reinventa de un oído a otro y su leyenda crece como la de Gardel o La Piaff. Creo que es justo que llevemos su cuerpo al Panteón de los Zulianos y que el estado le reconozca su condición de digno embajador de la cultura nacional ante el mundo.
Colaborador de Correo Cultural de Conarte