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Lo Horrendo, lo desagradable y en definitiva lo feo son elementos que desde el romanticismo han sido dotados han tenido cierto valor estético en el campo del arte por razones que trascienden lo puramente sensible
“¿Goya? Sí, muchacho, tengo que aprender sobre él. Sin duda él es cercano al horror que me complace, aunque hasta ahora el arte pictórico está más alejado que el arte literario de mis centros de conciencia. Por otra parte, no estoy seguro de hasta dónde me gusta el horror densamente subrayado de los maestros realmente decadentes.”
-Howard Phillips Lovecraft.
En una de las numerosas cartas que escribió Lovecraft a lo largo de su vida, el escritor estadounidense mostraba a otro dramaturgo amigo suyo, Frank Belknap Long, su afinidad por el arte que Goya había generado un par de siglos antes. La complacencia que siente el novelista al acercarse a la obra pictórica es muy cercana a la experiencia estética de lo siniestro. La diferencia que existe entre esa estética siniestra y la obra de Lovecraft precisamente radica en el hecho de que el terror consciente del yo, de lo cercano, de la interioridad subjetiva sobrepasa al sujeto y lo empequeñece, ese terror que plantea es cósmico, remoto y alienígena. La experiencia estética en la obra de Lovecraft parece oscilar entre lo puramente siniestro, cuando el terror es estrictamente psicológico, y lo siniestro-sublime, cuando el terror es ignoto, desconocido y extraterreno.
En ese fragmento hay una frase que me parece muy representativa de la estética romántica y que guarda relación con algunos de los temas que abordó Francisca Pérez Carreño en su conferencia Reivindicación de la estética y el valor expresivo del arte, Lovecraft hablaba de ese “horror que me complace”, esa experiencia que rompe la dicotomía de lo estético y lo horrendo, la apoteosis de la belleza subjetiva. Decía Pérez Carreño que lo apropiado sería romper esa idea de que lo estético y lo bello son equiparables a lo bonito y a lo agradable visualmente. Lo estético va mucho más allá de lo puramente sensible. Esta concepción de lo estético como simple interpretación visual fue lo que llevó a algunos pensadores a quitarle peso a lo cognitivo para valorar la obra del arte centrándose más en lo compositivo, en lo visual. Ese “No pienses, mira” del que hablaba Wittgenstein trataba de manifestar la necesidad de proponer un lenguaje compositivo antes de reflexionar sobre dicho lenguaje, esas proposiciones que componen la realidad y en definitiva la obra de arte. También Tapies criticaba a los artistas conceptuales catalanes de los años 60 argumentando que lo que realizaban más que arte era filosofía. Se acercaban más a ese placer de la contemplación del que hablaba Kant, ese placer desinteresado.
Si la estética atendiera solo a ese placer desinteresado, a esa visión agradable de lo sensible, obras como la de lovecraft, como la de las pinturas negras de Goya o como la cama de Tracy Emin no tendrían entonces valor estético al menos de carácter positivo.
Sin embargo, como manifestaba el escritor estadounidense en su carta, a él ese terror que siente al admirar una obra de Goya o al leer a Machen y a Dunsany le agrada, de alguna forma le es afín.
En el caso de Mi cama de Tracy Emin el placer estético vuelve a correr en paralelo a lo visualmente correcto, a lo sensiblemente agradable. Cuando observamos ese galimatías de objetos desperdigados por el suelo, sobre la cama y debajo de ella, cuando vemos ese paraíso de porquería la primera reacción que nos suscita es la de sentir un cierto asco. Pero cuando esa misma realidad es llevada a la sala de un museo, la cama empieza a tener unas propiedades que no tenía fuera de él. Pérez Carreño sostenía que ese cambio que sufre el objeto es ontológico, no es que el objeto se perciba de forma distinta sino que es un objeto distinto.
Lo feo, lo poco agradable, puede ser bello porque el concepto de belleza va más allá de lo sensible
La cama de Emin cambia su valor cuando su autora decide exhibirla en un museo. Es consciente de esa modificación del objeto. El placer estético trasciende lo sensible. Lo feo, lo poco agradable, puede ser bello porque el concepto de belleza va más allá de lo sensible. Si cambia el significado también lo harán las propiedades estéticas.
Algo parecido y revelador sucede con la experiencia que Agustín Fernández Mallo lleva a cabo en su “obra” Salvar el Celuloide donde el gallego se limitó a dejar un periódico en el fondo de su cubo de la basura para ver su evolución con el transcurso de los meses. El periódico inicialmente tenía unas características estéticas propias, como decía Pérez Carreño en su conferencia “Todo tiene propiedades estéticas”. También tenía una función concreta ese periódico. Fernández Mallo transfigura el objeto con su operación porque le da una significación distinta de manera consciente. El resultado que obtuvo al sacar de nuevo el objeto lleno de manchas y suciedad visualmente no era nada agradable. Sin embargo el escritor manifestaba el sentimiento que en él producía aquel objeto con la siguiente frase:
“Me ha gustado mucho todo lo que ha salido. De hecho, lo considero precioso.”
La experiencia es muy cercana a la de Emin, el significado convierte un objeto cotidiano en obra de arte y no solo eso, lo asqueroso, lo feo, lo sensorialmente desagradable adquiere valores positivos. Pero no nos encontramos ante fenómenos aislados, hay muchas experiencias semejantes a las de Emin y a las de Fernández Mallo. Tomando como hilo conductor esa “basura” de la que hacen gala las dos obras citadas (la de Emin y la de Mallo) podemos acercarnos a la obra de Pascal Rostain y Bruno Mouron.
El primero es un fotógrafo de prensa, el segundo un agente, personalidades ajenas al campo del arte. Ambos se encargaron de fotografiar los objetos que sacaban de la basura de los famosos, objetos cotidianos y en principio desagradables que adquieren interés cuando son expuestos y retratan de alguna forma el ámbito más privado de las celebridades.
El valor estético de aquellos objetos sufre un proceso de cambios. Primero tienen el valor estético inicial que les fue dado, ese valor luego se transforma cuando se convierten en basura, el objeto deja de tener unas propiedades estéticas positivas, por último cuando la basura se recoge y se crea todo un discurso entorno a ella el significado vuelve a cambiar y con él su valor.
Podemos concluir entonces que en realidad la estética sí es uno de los valores principales del arte, lo que en realidad sucede es que se ha generado una idea errónea entorno al hecho estético. Más allá de dónde reside el valor estético, si en la propia obra o en la interpretación del espectador, quizá sea interesante reflexionar sobre dónde está el límite que separa lo desagradable de lo agradable, factores que por otro lado pueden ser tremendamente subjetivos como hemos podido comprobar en el horror que complace a Lovecraft, la manifestación del estado psicológico de Emin recogido en su cama, la metamorfosis de Fernández Mallo o el morbo de la basura de Reagan fotografiada por Pascal Rostain porque no se apoyan solo en lo meramente sensorial sino en todo un mecanismo cognoscitivo que se desarrolla en la tramoya de un teatro más o menos decorado.
Cuando vemos ese paraíso de porquería la primera reacción que nos suscita es la de sentir un cierto asco