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¿Vivimos realmente en un mundo bien informado o en una nueva forma de dictadura?
Recuerdo que cuando yo era niño —parte de mi infancia se desarrolló durante la dictadura— oía decir que Franco nos distraía con fútbol o corridas de toros, convocándonos a los españoles ante la televisión en fechas interesadas. No puedo asegurarlo, mi infancia fue feliz y ajena a cuestiones políticas. Pero tampoco me extrañaría que los deportes —con aquello de «la furia española»— y la televisión fueran, en alguna medida, manipulados y utilizados como instrumentos de distracción oportuna o ensalzamiento del regidor. Un poco a lo bruto, pues casi no había otra cosa: un solo canal, menos periódicos y menos emisoras de radio que ahora.
Hoy, a primera vista, parece ser que las cosas han cambiado. Disponemos de varios canales privados de televisión, incontables emisoras de radio, periódicos, revistas… Además de Internet. Todo ello, todos los medios —aparentemente— bajo el auspicio de la libertad de expresión.
Y digo aparentemente porque en el proceso sucedido de la dictadura a la democracia, a la libertad, mi ilusión inicial ha ido transformándose en desconfianza, muy a mi pesar. Desde mi humildad ciudadana, lo que percibo es una inmensa maraña de intereses políticos y económicos mezclados y derivados de la pluralidad de partidos y de las competencias comerciales de los numerosos canales informativos, que me desilusiona, e incluso me crea dudas frecuentemente sobre las informaciones que nos transmiten o la forma en que se nos presentan. Numerosas entrevistas, coloquios y otro tipo de programas, son descaradamente tendenciosos. Y esto, como digo, desilusiona, desencanta, quita el honor a lo profesional, al trabajo informativo... Un periodista, un programa informativo, han de ser lo que sus propios nombres indican, no promotores ideológicos.
Lo más sorprendente y aterrador del actual panorama informativo de tal estado de cosas, en el que la competencia comercial de muchos programas y ediciones seudo informativas y una voraz necesidad de contenidos, de cualquier tipo, están en permanente alerta, es con qué facilidad se propaga cualquier información. De una manera casi fulminante, como una especie de veloz epidemia que se contagia aceleradamente de medio a medio. Entre cadenas televisivas, de emisora a emisora, de periódico a periódico, a revistas, a Internet.
De una manera casi fulminante, como una especie de veloz epidemia, todo se contagia aceleradamente de medio a medio abrumándonos
Cuando queremos darnos cuenta, cualquier información nos invade la rutina diaria repitiéndose machaconamente al conectar la tele, encender la radio, examinar la prensa… Da igual el punto, el medio, en el que se prenda la mecha; el conjunto restante empieza a sumarse inmediata e inexorablemente como en la vieja ley del efecto dominó, que gracias a la avanzada tecnología de las comunicaciones de nuestros días, se ejecuta con una perfección y velocidad asombrosa.
Una avanzada tecnología que nos muestra cada vez más frecuentemente las mesas de bares y restaurantes con personas enredadas en sus móviles en vez de en amenas tertulias, mientras la música ambiente es el machaconeo informativo o morbo tertuliano de un televisor supermoderno que preside el local sin parar de hablar y hablar del asunto de turno, de dramatizar cualquier cosa, morbosear y vender publicidad hasta machacarnos la mente, aburrirnos y atontonarnos.
Y lo increíble de esta maraña de medios informativos que nos abruma es que —da la impresión— parece llegar a actuar como concierto acordado entre todos sus variados y dispersos instrumentos. Como una sola orquesta dirigida por un solo director. Cuando en realidad es esa agresiva competencia y voracidad de contenidos quienes consiguen el extraordinario fenómeno. Magnífica herramienta para quien tenga la habilidad de deslizar alguna partitura interesada al primer músico que tenga a su mano, el resto empieza a ejecutarla de inmediato. Y de una sutil maniobra primero y luego mágica propagación, nos llegan noticias tendenciosas, coloquios de distracción, dramas banales, palabrerías y ataques inquisidores de uno u otro color político, automáticamente, ¡sin necesidad de la orden de un dictador!