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Humberto Cuan | Rostros de ciudad

05/10/2017 19:30 0 Comentarios Lectura: ( palabras)

CRITICA

Rostros de ciudad

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Humberto Cuan pintor

Por Óscar Castaño Llorente

En una copiosa obra de más de quinientas ilustraciones y pinturas el artista Humberto Cuan registró los nuevos rostros de Bogotá. Con desenfado a hilaridad, con nostalgia y color, con rabia, plasmó a los desplazados, las chicas "prepago", los actores de los realities, los vagabundos, las drag queen, las víctimas de la moda y las víctimas del sexo, los críticos de arte, los modelos sin pasarela y los adictos de la calle, los enamorados y los adolescentes.

Ellos tienen algo del pintor. Él tiene algo de ellos. Y gracias a ese cambalache encontró un firmamento en el que todos son estrellas. Ninguno tiene la culpa. Cada uno se muestra libre y sin cortapisas. Personajes que en sus más leves gestos enseñan esas facetas edificadas "por ellos mismos, y esa otra imagen construida por los demás", dice Cuan.

Su propuesta raya en la osadía de alinderar la época en que vive con un nombre propio. A la manera de creadores como Toulouse-Lautrec y su París bohemia, o Fernando Botero y su Colombia, la gran aspiración de Cuan es retratar su tiempo.

Se trata de un universo que ya registran galerías de París, Madrid, Barcelona, Nueva York y Miami, donde las obras de Cuan gozan de prestigio y aceptación. Destacado también por reconocidos intelectuales contemporáneos, en noviembre de 2003, en la presentación en Colombia del libro de homenaje al pintor peruano Fernando de Szyszlo titulado Estatua viva y prologado con un poema de Mario Vargas Llosa, el pintor y el escritor le preguntaron a Cuan por su obra y sobre cómo iban su arte y su mundo plástico. El comentario, que pareciera no tener más aspiraciones que un saludo formal, en el fondo le significó el reconocimiento de una fecunda obra reiniciada a partir del accidente de tránsito que casi lo mata en una noche de agosto de 1998.

La recuperación de Cuan

El accidente ocurrió al final de una rumba larga, de excesos. Iba con unos amigos en la silla de atrás de un automóvil sedán, y de pronto la tragedia. Después, el silencio y el vacío, lo blanco de la inconsciencia. Vino a saber quién era, en la habitación de una clínica cuando los médicos le dijeron que tenía fracturadas dos vértebras cervicales. Le esperaba un año de cama. Tenía 27 de edad. "No podía dormir acostado: dormía sentado sobre un silla reclinomática. Tuve medio cuerpo inmovilizado durante un año", recuerda el pintor de cuando su torso le sujetaba la cabeza mediante cintas de belcro y parecía un ventilador. Sólo la voz, las pestañas y las lágrimas respondían a sus deseos. Pero la ambición de terminar un par de cuadros inconclusos dominó al inactivo y doloroso cuerpo. "Por las noches ponía un lienzo al alcance de mi mano, pero ésta no obedecía a mi mente". Los dos cuadros se vendieron fácilmente.

Aún persisten algunas secuelas del accidente: un tic nervioso que lo obliga a sobarse la nuca cada tanto y a mover el cuello en círculos, y una memoria a la que acusa de tener huecos absurdos, incapacidad de recordar fechas. En cambio le floreció un pasado onírico que yacía en el inconsciente para expresarlo en trazos más limpios, en formas andrógenas y cargadas de sarcasmo, en "bultos y bloques de color". Las sensaciones olvidadas de la niñez y la juventud, de todo lo anterior, a causa del accidente, desde entonces se revelan en ilustraciones que al decir de los críticos resaltan por lo sensorial, las formas, el colorido y el trazo vital.

Tampoco sabe de las fechas del futuro, y aunque afirma ser muy cumplido con sus citas, el día y la hora de cada compromiso los guarda celosamente en la agenda del celular. De manera que sin tener muy en claro el concepto del tiempo, a los treinta y seis años de edad el pintor Humberto Cuan se convirtió en un hombre sin edad. Por esto otea la vida sin afanes, plácidamente.

Cuan bogotano

El azul de tono agua marina le evoca la niñez. El color volvió a aparecer en el fondo de su más reciente cuadro, perteneciente a la serie Silencios. Halló ese tono cuando cursaba transición en el Colegio Mariano de Bogotá. Allí había un zaguán rodeado por paredes pintadas de azul turquí y en el fondo una puerta pequeña que se mantenía cerrada. Una vez la vio entreabierta y decidió ingresar en el cuarto que estaba en el otro lado. Penetró, y entonces en el candor de la vida conoció bustos y formas desnudas arropadas por la oscuridad del cuarto. Las pudo apreciar por esa luz del día matizada por el azul de las paredes. "Entendí que la función del color es volver hermoso el mundo".

El humor y la vitalidad y el claroscuro de su obra surgen de la adolescencia. Su primer grupo de amigos se llamó Los Tres Nativos y lo integraron tres muchachos del barrio Modelia, de Bogotá, entre ellos el comediante Andrés López. Afirma que fueron tres payasos que unas veces actuaban como músicos en un grupo de rock, y por las noches como bohemios y durante el día como arlequines.

A Los Tres Nativos aquella Bogotá les quedaba a la medida. La ciudad parecía un triste óleo de Van Gogh con su tonalidad gris, sus lotes verdes, y en algunas calles con personas humildes todavía arreando vacas y vaquillas. Cuan y sus dos amigos aprovecharon la fría ciudad para cargarla de humor a ironía y tomar lo que mejor les sirviera. Para las stand up comedies, López adoptó las posturas adustas de los bogotanos. Y el pintor acogió los gestos profundos. El otro grupo de amigos en el que militó se llamó Las Sanguijuelas. A él pertenecían muchachos que jugaron a ser malos hasta que un día las aventuras incluyeron flirteos con la muerte. Algunos fueron heridos y otros tantos se esfumaron. "De ese entonces sé que a veces lo diáfano y vital ante nuestros ojos, de un momento a otro se puede volver oscuro a inerte. O lo contrario. Intento mostrar eso en mi obra", comenta.

La irreverencia de su obra, dice, la aprendió del ejemplo de Jesús sobre la Tierra. Lo considera el ícono de la rebeldía porque fue capaz del amor al prójimo. "Ese es el verdadero milagro de Jesús; los otros son menores", asegura Cuan. Hace unos años tomó el metro de París en las horas pico, y el hedor de los pasajeros de diferentes razas lo obligó a cubrirse la nariz. "Me sentí muy mal porque no fui capaz de aceptarlos y ni siquiera de tolerarlos. Jesús los hubiera abrazado". Pero tomó cartas en el asunto y a los protagonistas de sus obras recientes les retiró el velo de la culpa.

Asegura que es pintor por vocación, por una disciplina de estudio diario que se impuso hace veinte años. Su crónica plástica comenzó con los bodegones flamencos de Willem Claesz y Pieter Claesz de los que aprendió la geometría y el volumen y los trazos simples. Siguió con Velázquez, de quien entendió la plástica de la fisonomía humana; y con Rembrandt comprendió las sombras. Se aprendió de memoria a Las Señoritas de Avignon de Pablo Picasso, y descubrió la seducción en las curvas de las gordas de Rubens. Con la obra de Darío Morales le perdió el miedo al desnudo, y Deborah Arango le enseñó el valor de la mujer. Los cuadros de Alejandro Obregón le dieron la fuerza vital. Van Gogh es su preferido.

Reconoce con humildad y sin falsa modestia que hasta ahora encontró la mezcla entre la forma y el fondo. "En mi último cuadro logré más movimiento porque los tonos de la paleta ahora no son tan subidos", virtud con la que comienza a despuntar un profundo creador. Así es Humberto Cuan, el pintor que mejor ha sabido retratar a los bogotanos y sus pasiones secretas.

Tomado de la Revista Diners No.451, octubre de 2007

Bogotá D.C ? Colombia

2017


Sobre esta noticia

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Fuente:
correocultural.com
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Tipo:
Reportaje
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