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Don Juan Manuel de Montenegro, el hidalgo gallego alter ego de Valle Inclán, ejercía en sus tierras el poder bárbaro y condescendiente de los caciques, que eran los nativos americanos poderosos cuyo nombre fue importado por los españoles para identificar a los feroces nobles rurales.
El cacique recorría sus territorios sin anuncio y yacía con la hembra mejor del poblado, que lo desbravaba en largas noches de sacrificios sin pausa. Los hombres le ofrecían sus hijas y sus mujeres lo aguardaban solícitas.
Alto, fuerte, fogoso, buen discurseador, el cacique le aplicaba a sus súbditos un código paternalista de justicia social, civil y criminal. Los trataba con la misma ternura que a sus perros o sus caballos. En pocas ocasiones necesitaba golpear o matar, y quienes respetaban sus normas recibían temblorosos el testimonio de su aprobación y no el de su ira.
La gente me llama Compañero Fidel y no soy un dictador latinoamericano como el Tirano Banderas, que también creó Valle, sino un cacique.
Mi padre padeció a uno en su Galicia natal y marchó como emigrante a Cuba con el sueño de que sus hijos fueran tan poderosos como aquél que provocó su huida. Una vez aquí, mi padre prosperó hasta ser un cacique brutal y violento, temido en sus amplias tierras.
A mí me educó como un primogénito Montenegro, gallego y antillano, y a mi hermano Raúl como a un heredero segundón. Otros hermanos y hermanas fruto de su matrimonio con mi madre o de sus noches con amantes y criadas no contaron en nuestra familia.
Soy el cacique de Cuba, que es mi enorme mayorazgo, soy patriarca de once millones de seres que me esperan como las amantes de su hijo, Cara de Plata, a Don Juan Manuel de Montenegro.