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Basta, para que una obra entera nos seduzca, que en su más remoto rincón se albergue una vibración inconfundible y breve.
Nicolás Gómez Dávila
Quienes gusten del buen cine pueden ver Del amor y otros demonios, la más reciente adaptación de una novela de Gabriel García Márquez, escrita y dirigida por Hilda Hidalgo. Aquí no caeremos en el lugar más común de la prensa que adopta aires de dómine para calificar una película como buena, mala o aceptable. Todas las adaptaciones de los libros de García Márquez son material de calidad. Y lo son por una razón muy sencilla: Gabo ha narrado algunas de las mejores historias de la literatura universal. Otra cosa es que un director quede debiendo al lector muy exigente algo de humor, velocidad, fragmentos o imágenes, según el caso. Es normal que las nuevas generaciones se sientan extrañadas frente a la obra de García Márquez. Porque sus libros hablan de una Colombia que no existe más que en sus páginas y acaso en la memoria de unos cuantos viejos. Pero a Gabo hay que amarlo, qué duda cabe.
Es propio de la sensibilidad que, para manifestarse, eche de menos un cierto estrato material; una configuración de objetos suficientes que traduzcan la idea original de un creador, ofreciéndola a ulteriores desarrollos. Están los recursos pertenecientes a la literatura o al cine, como otras tantas formas de expresión artística. Cuando se trata de las adaptaciones de la obra de Gabriel García Márquez, nuestros juicios no se saben acordar. El error consiste en suponer que una versión cinematográfica deba ser un fiel trasunto del texto literario que se propone adaptar, cosa que por definición no puede ser, en ningún caso —o al menos no ciento por ciento. Es común escuchar a la salida del teatro opiniones como: «el libro es mucho mejor que la película». Apreciación equívoca; vale tanto como afirmar que una puerta es mejor que una ventana.
Porque se trata de dos lenguajes diferentes, dos plataformas tecnológicas, cada una con sus propios materiales. No porque obedezcan a una regla íntima diversa —en últimas, ambos, cine y literatura se plantean la comunicación en su sentido más profundo— sino porque sus medios de representación objetiva no son los mismos.
Sin forzar mucho las cosas, hay que reconocer que hacemos la comparación de un modo automático: si un director va a emprender la adaptación de una obra literaria, debe respetar y ser capaz de transmitir sus rasgos más característicos. Pero eso no significa que esté obligado a elaborarla en su literalidad. Cine y literatura no son tan ajenos como pudiera pensarse. Cuando la invención del cinematógrafo permitió a los realizadores abandonar gradualmente la proyección de escenas cotidianas para introducir relatos de ficción, quienes mejor se hallaban preparados para comulgar con las imágenes fueron justamente los intelectuales. El cine encontró en Europa un público maduro, suficientemente adiestrado en los trucajes de la novela polifónica, (Dostoievski, por ejemplo) como para no sorprenderse si una secuencia se desplazaba desde el punto de vista de quien tomaba una bocina para telefonear, hacia un nuevo plano donde una mujer descolgaba el auricular para atender la llamada.
A quienes no disponían de un banco de referencias más o menos cultas, la proyección de películas debió desconcertarlos. Fue justamente García Márquez quien describió los estragos que causó el debut cinematográfico en las gentes sencillas que destrozaban la silletería del teatro cuando un actor, que había muerto en un filme anterior, reaparecía vestido de árabe en una nueva producción. A menudo sucede que un crítico asegura que tal o cual película era «lenta»; como si los ritmos del cine fueran unos y no todos; como si fuera dado a nadie señalar una película cuyo discurso fuera la forma plenamente realizada del ritmo; aquella ante la cual otras producciones serían más rápidas o tardas.
Esta película no existe. Aquí no hay fórmulas unívocas. Es evidente que si el ojo está educado en las maneras del videoclip estadounidense cualquier otra propuesta habrá de resultar pesada, necesariamente. Pero esto no quiere decir que una película sea lenta, sino que el crítico las prefiere más veloces. Por fortuna para él, en este caso existe un parangón. Pues, si un cineasta desea verter en guión la prosa de García Márquez, habrá mayores chances de ajustar su estilo en una cinta que discurra ágilmente. Quizá por esta razón a quienes leyeron Crónica de una muerte anunciada la versión de Rosi les parece en general algo pausada: su forma de rodar secuencias sostenidas comunica a las escenas un dramatismo que no siempre conviene al argumento; su composición del color, buen gusto y cariño por la música de cámara consiguen que al final uno se sienta delante de una obra demasiado italiana como para compadecerse con el texto.
Si alguien puede afirmar con justa causa que la transcripción de su lenguaje en la pantalla no es del todo convincente, se debe a que los libros de García Márquez no son estupendos sólo porque encierren una buena historia. El mayor desafío para un director cuando enfrenta la puesta en escena de alguno de sus libros es reproducir en clave audiovisual la estructura del tiempo que le es propia. Tiempo apergaminado, en espirales que lo mismo se desplazan hacia atrás que hacia delante, remedando la cola de marrano que apura el texto de Cien años de soledad, su obra definitiva.
Porque García Márquez, valiéndose del antefuturo convierte en sino obligatorio cualquier confidencia de su travieso narrador: «lo dijo para poner término a las argucias de su mujer, empecinada en comprar un perro, sin imaginar que aquella generalización apresurada había de causarle la muerte». Ningún realizador de cuantos adaptaron a García Márquez parece haber reparado en el suspenso que aporta el peculiar uso de este tiempo verbal que peregrina por todo su trabajo. El lector recorre un campo intensivo de anécdotas que coexisten en presente, pasado y porvenir, mientras el argumento procede y uno experimenta el vencimiento de su plazo, sin más prueba que las páginas acumulándose a mano izquierda del libro abierto sobre el escritorio. Porque siempre nos parece que García Márquez podría seguir así: narrando, ensartando cuentas, fundiendo imágenes hasta el fin de los Tiempos. Para un cineasta bien curtido elaborar una estructura semejante es labor difícil pero no imposible. Tarantino consiguió efectos similares desordenando las escenas de Pulp Fiction y al hacerlo no sólo supo alzarse con La Palma de Oro en Cannes, sino que se obligó a una empinada tarea de edición, tan ingeniosa como pocas. Es en la sala de cortes, más que en ninguna otra parte, donde descansa la poesía de la estética cinematográfica. Esto nos fuerza a introducir la siguiente hipótesis: quizá para adaptar cabalmente a García Márquez hagan falta directores de vanguardia como, por ejemplo, Emir Kusturica, Steven Soderbergh, los hermanos Cohen, etc. David Cronenberg realizó una interpretación de El Almuerzo desnudo que mezcla pasajes de esta novela de William Burroughs con datos biográficos y pedazos de otros libros. El resultado está muy lejos de ser una reproducción del texto original. Pero la utilización en boca de sus personajes de fragmentos que no fueron concebidos como diálogos; el arte plástica en la confección de locaciones y vestuario y un par de efectos especiales bastan para que un espectador se sienta inmerso de inmediato en la poética de Burroughs.
El nombre de Emir Kusturica es oportuno. El éxito de su carrera cinematográfica en Europa es parecido al de García Márquez, a cuyo estilo debe más que un rasgo. Como miembro de la región menos desarrollada de la antigua Yugoeslavia, Kusturica se ríe tanto del refinamiento esloveno como de las pasiones irracionales del balcano, a quien legitima en toda su autenticidad. Pero los realizadores independientes no suelen interesarse por artistas tan laureados. En cuanto un escritor es premiado con el Nobel, por una paradoja incomparable se esfuma su mensaje e inhibe su veneno. Y entonces olvidamos que García Márquez es uno de los intelectuales más críticos de Colombia; que se burla por igual de los partidos que de una aristocracia deslucida que se paseaba en paños bajo la mordaz canícula del Caribe americano. Que el realismo mágico está amasado con la ignorancia de las gentes sencillas que confunden el hielo con diamante y se arrodillan en las calles cuando pasa el arzobispo.
Mientras no entendamos qué quiso decir Jean Luc Godard cuando afirmó que "entre una panorámica y un traveling existe un dilema moral", quizá no estemos preparados para encarar el cine como algo más que mera historia.
Por Alejandro Arciniegas Alzate / Ciudad Viva