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Por un Estado mínimo
BAJO PRESIÓN (FISCAL)
POR UN ESTADO MÍNIMO
El hecho imponible de un impuesto se configura como la realización del acto o negocio que pone de manifiesto la capacidad económica del sujeto que lo acomete, el obligado tributario. Cada hecho imponible da lugar a un tipo de tributo (ya sean impuestos, tasas, contribuciones especiales, o precios públicos), y cada tributo prescribe un valor para cada hecho imponible, lo que se conforma como la base imponible. Para determinar el devengo de cada tributo, aplicamos a cada base imponible el tipo de gravamen correspondiente, y es, a través de éste, cuando, en algunos impuestos, y en base al principio de progresividad, se aplican las alícuotas progresivas. Éstas suponen un escalado de tipos que aumentan según lo hace la base imponible, es decir, son directamente proporcionales a ella.
Es endémico del tipo porcentual la connotación de progresivo, pues, como entidad indexada, se configura accesorio, de manera que la aplicación de un mismo tipo a diferentes bases devengará distintos resultados en función de la mutación de la base. Así las cosas, si entendemos que la aportación del sujeto pasivo al erario público ha de ser proporcional a su capacidad económica, aplicando un tipo único a todas las bases imponibles, tendríamos un sistema justo de contribución, lo cual se da en los impuestos indirectos. De esta manera, si la base imponible de un sujeto “A” se concreta en 10.000€, y la de un sujeto “B” en 1.000€, siendo el tipo impositivo único, por ejemplo, del 10%, el sujeto “A” devengaría un importe a ingresar a la Hacienda Pública de 1.000€, mientras que en el caso del sujeto “B”, dicha cuantía se concretaría en 100€, es decir, el sujeto “A” paga 10 veces más porque gana 10 veces más.
Ahora bien, nuestro sistema fiscal, por mandato constitucional, se conforma como progresivo, lo cual, de facto, supone una doble imposición, por cuanto se le aplica al sujeto pasivo que ostenta mayor capacidad económica un índice porcentual superior, índice, que, a mayor abundamiento, se incrementa si aumenta dicha capacidad, lo cual, a nuestro entender, conculca el principio de no confiscatoriedad, y el principio de igualdad. La confiscatoriedad es axiológicamente subjetiva, habida cuenta de que no viene modulada ex lege, por lo que la apreciación de la contravención de éste principio, queda al albur de lo que cada cual considere consfiscatorio. La igualdad, por su parte, supone la interdicción de tratar situaciones iguales de forma distinta, a no ser, que se argumente dicho trato desigual por causas de interés general, para lo cual, habrá que estar, en sede de justificación, al modelo impositivo prescrito constitucional y legalmente.
No es un tema baladí, habida cuenta de que, la elección de un sistema proporcional o progresivo en lo atinente al establecimiento, creación y exacción de tributos, debe obedecer a unos principios rectores que ponen de manifiesto las directrices políticas que quiere seguir un Estado, así como su prelación axiológica, y que darán lugar, tanto a la legislación que las concrete, como a la implementación de las medidas que las posibiliten, de suerte que, el trasfondo motivacional de la progresividad en los impuestos supone, la penalización del emprendimiento, el progreso, la iniciativa, el dinamismo y el crecimiento, a la vez que premia la indolencia, la apatía, la dependencia y la irresponsabilidad, generando, un red clientelar de sujetos que consideran que existe una parte de la población que tiene la obligación de subvenir sus necesidades, y por ende, otro nicho poblacional que se ve gravado por esa prescripción, y que puede llegar a pensar que no merece la pena trabajar y crear riqueza, pues el Estado les castiga con la confiscación de ésta, agraviándoles frente a los que viven de las contribuciones que ellos aportan.
Cuando el Estado le da algo a alguien, es porque previamente se lo ha quitado a otra persona, pues lo público lo financia el público. Para armonizar los diferentes criterios sobre la bondad o perniciosidad del pago del impuesto, así como acerca de la percepción de la exacción como un castigo, o de la contribución, como un deber, hay que tener en cuenta una casuística amplia, de la que es preciso reseñar algunas variables.
Los que, sin llegar al miniarquismo ortodoxo, entendemos que los derechos son contraprestaciones de deberes previos, siendo los fundamentales la vida, la libertad y la propiedad privada, y que el Estado deber tener una función mínima, basada en la la administración de justicia, en la protección del individuo en sus derechos (usando la fuerza en vindicación contra aquellos que inician su uso), en la defensa nacional, y en el establecimiento de la educación y la sanidad públicas, precisamos que cada partida presupuestaria, sin preterir el principio de no afección de los impuestos, quede determinada y dedicada en exclusiva a financiar las cuestiones señaladas.
De la misma manera, siendo la economía la asignación eficiente de recursos escasos (es palmario que no hay para todos ni para todo) hay que priorizar a quién y para qué, por lo cual, habrá que indefectiblemente, perjudicar un sector poblacional y económico, en pos de otro cuya necesidad sea más perentoria y/o cuya inversión resulte más rentable, eso sí, siempre que éste último, haya previamente cumplido con sus deberes pecuniarios, so pena de no configurarse como sujeto susceptible de participar de lo público.
Desde luego se podrá discrepar acerca del sistema de prelación de asignación de recursos así como de la forma en que se configure la obtención de éstos, pero lo que consideramos que no ayuda al fomento de la contribución es confirmar que esa hucha que todos llenamos, se drena y vacía por dos agujeros de una inmensidad directamente proporcional a su obscenidad, uno superior y otro inferior trasunto del de arriba, siendo el de asuso el cáncer (política nacional), y el de abajo la metástasis (Comunidades Autónomas), y cuyas dragas correspondientes las integra el Ejecutivo, que a nivel estatal o autonómico, esquilma aquello que debería gestionar, como reza el Código Civil, con la diligencia de un buen padre de familia. Si a ésto le añadimos la consideración apuntada, in alliunde, atinente a la manera injusta en que esa hucha se llena por aplicación del principio de progresividad, la evasión fiscal y el fraude, cuentan con el caldo de cultivo idóneo, sazonado y aliñado con varios “puñaditos” de justificación ética para su consunción.
Creemos que desde criterios liberales, podemos conciliar la libertad con las obligaciones comunes
Partiendo de la base de que todos debemos contribuir al mantenimiento y sostenimiento de la res pública, cohonestar la presión fiscal con la libertad individual, debería tener un punto de partida que definiese en qué medida se contribuye y para qué, y es en estas cuestiones, como se ha venido viendo a lo largo del texto, en la que nosotros precisamos que sería de justicia un sistema proporcional con cuota única para todos los impuestos, directos e indirectos, además de una afección de éstos limitada a las partidas previamente reseñadas, es decir, seguridad, justicia, sanidad y educación, todo ello, acompañado de una purga de políticos y cargos públicos, y de la eliminación de las Comunidades Autónomas. Obiter dicta, los beneficiarios de las prestaciones públicas, habrían de ser los contribuyentes y los nacionales, todo ello como reflejo de la idea de derecho como contraprestación de deber previo, y no como dádiva injustificada, que, además de agraviar a los que cumplen con sus obligaciones, supone gestar todo un ejército de pedigüeños improductivos de exigencias injustificadas, que arrogan el carácter de derecho subjetivo, a lo que sólo se conforma como un principio rector.
El sistema proporcional de cuota única que se defiende, cuenta con otra variable a analizar, en este caso, concretar el tipo de hechos imponibles que darán lugar al impuesto. Así las cosas, supongamos que soy un autónomo; tengo que abonar mi cuota desde el primer día de actividad aunque no genere ingresos; pasado el tiempo, constituyo una empresa, y además de mi cuota de Autónomos, habré de pagar todos los gastos que me ocasiona el ejercicio de la actividad, Seguridad Social, Impuesto de Bienes Inmuebles o alquiler, Impuesto de Actividades Económicas, etc... (una empresa puede tener un beneficio exorbitante y sin embargo no ser rentable), y detraer el Impuesto sobre el Valor Añadido que previamente he incrementado a las facturas emitidas; sobre la cantidad neta resultante tendré que hacer frente al Impuesto de Sociedades; la parte que se integra en mi patrimonio sufrirá el pago del Impuesto sobre la Retención de las Personas Físicas; si con los ingresos obtenidos compro una vivienda, me veré obligado a desembolsar el Impuesto sobre el Valor Añadido o Impuesto de Transmisión Patrimonial y Actos Jurídicos Documentados; si el negocio va muy bien y mi renta es considerable, habré de abonar Impuesto sobre el Patrimonio; el día que acaezca el luctuoso hecho de mi óbito, mis causahabientes tendrán que pagar Impuesto de Sucesiones y Donaciones, Impuesto de Transmisión Patrimonial, Actos Jurídicos Documentados, y Plusvalía municipal, abonando además, en la parte que incremente su patrimonio, Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas.
Todos estos impuestos deberían nominarse “multas”, tanto por su dimensión cuantitativa como cualitativa. En cualquier caso, desde que una persona decide crear riqueza, hasta que la transmite, debe afrontar, grosso modo, entre seis y ocho peajes por el mismo concepto, su beneficio, aunque éste venga constituido por diferentes hechos imponibles, dejándoles a sus herederos, un regalo envenenado, por el que tendrán que pagar, una media, de otros cinco impuestos más.
Sí analizamos el objetivo teleológico subyacente que el sistema fiscal, por mandato constitucional, contiene, desde luego no parece que sea incentivar la propiedad privada y la creación de riqueza, pues se premia al disoluto que no transmite patrimonio y vive sin propiedades, penalizando, por su parte, la morigeración, el ahorro, la autonomía y el emprendimiento.
El escenario es de todo menos halagüeño. Apetece más quedarse en casa de papá y mamá y solicitar ayudas, o trabajar un tiempo para luego recibir prestaciones por desempleo, que intentar con iniciativa progresar y crecer personal, y profesionalmente, arriesgar, emplear talento, tiempo, esfuerzo e ilusión, en crear riqueza para uno mismo, y subsidiariamente, para los demás. Y cuando alguien decide tomar la vía difícil, intentará, habida cuenta de lo expuesto, pagar las menos multas posibles, cuestión que, por otra parte, se conforma como una posición absolutamente lógica y entendible.
De todas formas, no se alarmen, ¡¡todo puede empeorar!!. Si miramos a Grecia o a Venezuela, modelos totalitarios y liberticidas creadores de egestad y redistribuidores de misera, modelos que se quieren implementar en nuestro país, aún podremos esbozar una sonrisa y condescendientemente felicitarnos con una palmada en el hombro por seguir manteniendo cierto status de algo que se asemeja al “primer mundo”, aunque se conforme, como la antesala del socialismo.
No obstante, y por terminar con un hálito de esperanza, creemos que desde criterios liberales, podemos conciliar la libertad con las obligaciones comunes, siempre que se abandonen posiciones totalitarias y se asuma la responsabilidad que a cada uno le compete. No se trata de eliminar todos los impuestos, sino, de mantener sólo aquellos que resulten imprescindibles para el Estado mínimo, aquellos cuyo hecho imponible esté justificado y que no graven varias veces el mismo beneficio, y siempre que la cuota sea única e igual para todos. Todo proyecto que no vaya en esta dirección, fomentará la evasión fiscal, desincentivará la inversión y la creación de riqueza, y creará una hueste de pobres dependientes del Estado, de los que éste se nutrirá para enriquecer a su élite de dirigentes.
Liber singUlarIS